Derramar pintura sobre las estatuas, además de constituir un
acto vandálico, se me antoja como un acto cobarde. Se suele practicar cuando
los maleducados suponen que no les está viendo nadie, normalmente por la noche. Por eso, como digo, es un acto pusilánime. Jamás se les ocurriría a esos raqueros de la peor estofa lanzar la pintura sobre un
ciudadano vivo. Para tal menestar es necesario colgar dentro de su escroto lo que asoman tanto el caballo de Espartero en El Espolón de Logroño, como cuatro leones del Puente de Piedra de Zaragoza. Los bustos, como los bancos, las farolas,
los árboles de las glorietas o las papeleras, forman parte del
mobiliario urbano y deben ser respetados en su integridad. Su reposición cuesta dinero al contribuyente. Leo que en la ciudad de Sevilla destinan 15.000 euros
anuales (al menos esa cantidad se destinó en 2015) a la conservación de esas efigies y que el monumento al vendedor de prensa es el que más veces ha
sido dañado, situado entre las calles Lumbreras, Mendigorría y Torneo. Otros
actos vandálicos lo constituyen las pintadas sobre fachadas y paredes, así como esas firmas raras
hechas por aquellos lerdos que, debido a su insolvencia manifiesta, nunca
en su vida tendrán poderes para estampillar con su rúbrica un documento de interés. Al monumento al vendedor de prensa le siguen, por orden
estadístico, las pintadas a fray
Bartolomé de las Casas, al general San Martín y a la duquesa de Alba. La última pintada se
ha derramado encima de la estatua de Curro
Romero, situada en uno de los
laterales de la plaza de toros de La Maestranza. Ya
lleva dos ataques. En Sevilla no se salvan de las agresiones de los indoctos
ni las columnas de la Alameda de Hércules. Juan Espadas, como alcalde y máster por la Universidad Carlos
III en Política y Gestión Medioambiental,
debería poner más vigilancia en las calles y castigar con severas multas a los
responsables. Una ciudad como Sevilla, preciosa en su conjunto, con su luz,
sus jacarandas, sus naranjos amargos y sus vencejos acharolados y limpios, merece causar buena impresión a los sevillanos
y a los turistas que la visitan. Conque ya saben: ¡Mi Sevilla, ni tocarla!
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