Ayer fue mi último día de trabajo. Por la tarde
hice un hatillo con las cosas personales de mi despacho, me despedí de aquellos
compañeros quisieron estrechar mi mano y caminé despacio hasta la parada del
autobús, como venía haciéndolo todos los días laborables desde hacía cuarenta
años. Ya en casa, guardé los restos de mi personal naufragio en un cajón de la
cómoda y sólo dejé a la vista un sobado bloc de anillas con tapas negras en el
que apuntaba personales ocurrencias. Era como un cajón de relojero donde cabía
todo: la cita de Sterne o de André Guide tomada de un taco de calendario, o la
simple ocurrencia graciosa de algún colega de negociado. A partir de aquel
momento entendí que podría dar paseos por el parque y caminar por el asfalto de
mi ciudad de forma anónima y tranquila, jugar con un ajedrez electrónico que
siempre me ganaba la partida y pescar, mis grandes pasiones. Era consciente de
que siempre es más difícil ser viejo digno que joven con sentido común.
Y
de este cuaderno de anillas brotó un recuerdo, quizás intranscendente, contado
por un hermano de mi abuelo que tuvo la suerte de ver con ojos de niño cómo se
inauguró el 12 de abril de 1863 la primera línea férrea entre Zaragoza y
Madrid.
Mi
tío abuelo, Jaime, pasó algunos veranos de su niñez en Ricla, en casa de unos parientes que regentaban un negocio
de ultramarinos. Yo le conocí muy achacoso, aunque justo será reconocer que
conservó una gran lucidez mental hasta casi los últimos instantes de su vida,
acaecida en la tarde-noche del Viernes Santo 4 de abril de 1947, y sólo unos
meses antes de que el toro “Islero” ganase un pulso a Manolete en la Plaza de Linares.
En
casa todos le conocíamos como tío Gile y hasta que le cesaron a la edad
reglamentaria, que entonces era la de setenta años, ejerció de médico titular
en Trespaderne, en la
Provincia de Burgos.
Siendo
yo un mocoso de pantalón corto, y en un viaje que hicimos con mi madre por
carretera desde esa localidad burgalesa hasta Santander en un destartalado
“Ford”, tío Gile nos relató sin escatimar detalles lo que aconteciera en Ricla
el día en que rodó la primera locomotora de vapor arrastrando coches de
viajeros. Intuyo que tío Gile añadió algo de su cosecha. Nunca lo sabré.
Falleció mientras los tambores procesionales retumbaban la calle y justo será
concederle el beneficio de la duda.
Nos
contó que aquella mañana del 12 de abril Ricla amaneció con tiempo desapacible.
Desde la madrugada anterior se habían congregado alrededor de la recién
construida Estación de la “Compañía de los Caminos de Hierro de Madrid,
Zaragoza y Alicante” los vecinos de todos los pueblos de la vega del Jalón,
dispuestos a no perderse detalle alguno y a ser testigos directos de algo
importante que iba a hacer cambiar el rumbo de la historia: la llegada del
primer convoy con dirección a Madrid.
La
banda de música, llegada expresamente desde Aniñón, interpretaba pasacalles y
fragmentos de zarzuelas. En los limpios andenes la chiquillería foránea
correteaba portando banderitas españolas y las comadres intentaban en vano que
sus hijos dejasen de brincar sobre la caja de la vía.
--¡Tío
Gile, mira, una golondrina!
--No
interrumpas, o no te lo cuento.
Un
pelotón, al mando del sargento Mistral, al que todos conocían en el pueblo como
Pachurrín, añadía colorido y un toque de seriedad a semejante desmadre.
No
sucedía lo mismo con los escolares. Don Cirilo, el pobre y achacoso maestro,
que había recibido del Alcalde el encargo de dar la bienvenida a las
autoridades, tomó la precaución de atar a los chavales de su escuela por la
cintura con una larga soga. Éstos, los escolares, iban provistos de un
cuadernillo y dispuestos a entonar a coro los gongorinos versos “La más bella niña”, a los que había
puesto música doña Adela, su mujer, tras cargantes ensayos en insufribles horas
de recreo.
--¿Había
muchos niños en el pueblo?
--Sí,
más de cuarenta.
Nos
siguió contando que Doña Adela, que era la encargada de modelar la voz a las
niñas que formaban el coro parroquial, había ganado un reciente concurso de
blonda de bolillos y las malas lenguas pregonaban que se las entendía con
Gallofa, un galopín de diligencias de Calatayud.
--Gile,
¡por Dios, que lo oye el niño!--interrumpió mi madre. Tío Gile miró por el
retrovisor, se disculpó y comprendió que era necesario meter tijera en la
crónica.
--Bueno,
¿sigo?
--Sí,
tío.
Y
tío Gile nos aclaró que don Cirilo repasaba en el andén un largo discurso
sacado de su cacumen, en el que había rumbosos elogios hacia las figuras del
marqués de Salamanca, de Espartero y de la reina Isabel II.
Pero
no corrían buenos tiempos en la política española. La Reina se había puesto
fondona tras el parto de la infanta Pilar; Espartero estaba viejo y retirado en
Logroño; O’Donnell trataba de sobrevivir en un nuevo Gobierno junto a un
soberbio Serrano, que dejaba la Capitanía General de Cuba para hacerse cargo del
Ministerio de Estado; Juan Prim abrigaba la esperanza de alzarse con el poder
desde que la Reina
se lo prometiera si lograba hacerse con la jefatura del progresismo tras
desbancar a Olózaga; y el marqués de Salamanca se arruinaba hoy con la misma
habilidad que se enriquecería mañana.
En
los círculos literarios se comentaba por aquellos días el último éxito de
Víctor Hugo, “Los miserables”, y la última novela de Julio Verne, “Cinco
semanas en globo”. Mesonero Romanos concluía su serie “Tipos y caracteres” y
Rosalía Castro publicaba sus “Cartas gallegas”.
--Tío
Gile, mira, una iglesia con nido de cigüeñas.
--Sí,
hay muchos por aquí. Lo malo de este país es que se ven en los pueblos más
torres de iglesias que chimeneas de fábricas. Y así nos luce el pelo.
--¡Gile,
por Dios...! No digas eso delante del niño.
Pude
percatarme de cómo mi tío intentaba de nuevo suplicar clemencia ante mi madre
por medio de gesticulaciones y sin soltar el volante de las manos.
--
Sólo intentaba decir que...
--Eres
un rojo. Lo has sido siempre y no vas a cambiar ahora--sentenció mi madre con
la misma seriedad y rictus de cara que tenía cada vez que me castigaba sin
salir a jugar con otros niños.
--Ya
no sé por dónde iba... Ah, sí. Como en un alunizaje, bajaron del convoy unos
extraños personajes de brillantes chisteras, damas con miriñaque, hombres con
monos y gafas de motorista y acharoladas gorras viseras. Se trataba de
ministros, ingenieros, maquinistas y directores generales del “MZA”. Tras los
saludos de rigor esperaron a que don Cirilo hiciera su alocución y los niños
cantaran lo ensayado. Don Cirilo rogó a la banda de música que cesase en la
interpretación de la jota mandilona,
se hizo un silencio sólo roto por los suspiros de doña Adela y éste soltó una
prédica a brazo partido. Pero lo que parecía una pausada alocución preñada de
puntillosas precisiones pedagógicas, se iría trocando paulatinamente en algo
que más bien podría ser calificado como de panegírico político de la más baja
estofa. Los ojos se le salían de sus órbitas, enrojecía, sudaba tinta,
accionaba con las manos pequeñas de tahúr de cuchitril robado, se levantaba de
puntillas, daba pequeños saltitos y babeaba espumajoso al referirse al marqués
de Salamanca. Y, así, en pleno histerismo locuaz, y como se diera cuenta de que
uno de sus alumnos, Luisillo, trataba de imitarle como un mono de repetición en
todas sus amaneradas gesticulaciones ante las carcajadas del respetable público
municipal y obeso, don Cirilo se vio en la ineludible obligación de soltarle un
soplamocos a la remanguillé sin perder comba, es decir, haciendo hilo con el
discurso y sin menoscabo de las buenas composturas.
Lauro
Chopé, más conocido como Golondrina, se había apostado la víspera nada menos
que ciento veintiún reales de vellón, que era el importe exacto del billete
entre Ricla y la madrileña Estación de Atocha, a que podría correr más que la
locomotora durante los primeros quinientos metros. Don Rodolfo, el boticario,
constituido en su rival, mantenía la tesis de que aquello era a todas luces
imposible. Sentaron la apuesta en presencia de un nutrido grupo de parroquianos
y también del brigada Mistral, que ofrecía las máximas garantías como
depositario del envite, y que ya se había hecho cargo de tan importante guita.
Golondrina
aparecía en zaragüelles y camisa con guirindola en el andén, delante de la
banda de música que dirigía el maestro Compostela. Cerca de él estaban
alineados y tiesos como ajos un rabo de autoridades, o sea, el Alcalde,
Saturnino Calamadre empuñando el bastón de mando; la Corporación en pleno,
sus respectivas esposas aliñadas con mantilla española y peineta., Luciano
Baringo, Juez de Paz, con chistera y vara de junco de Indias, y el alguacil,
Ricardo Batacán, que estrenaba uniforme de panilla verde botella y una
teresiana oscura que hacía tope en sus orejas de soplillo. Detrás de este
numeroso grupo, don Rodolfo, mosen Narciso, que se había alindongado con
roquete, estola y bonete de cuatro picos, un monaguillo que sostenía un hisopo
y dispuesto a asperjar con agua bendita a los viajeros, el terrateniente
Rosario Tofé, que financiaba y lanzaba la pirotecnia en las fiestas
importantes, don Paco, el médico, don Elías Tabernero, secretario de
Administración Local, y Lino Cordón, barbero, sacamuelas y algebrista.
Rosario
Tofé, a quien todos conocían como Rosarito, había aprendido el oficio de un
compadre suyo que vivía en Torrente, cerca de Valencia, y que se dedicaba al
comercio de la naranja zajarí, de la tangerina, del albérchigo moniquí y de la
bergamota al por mayor y al detall. Rosarito, tres años antes y con su
verdadero nombre, Manuel Torío Milanés, alias Gorrindongo, había matado moros
en el río Martín, entonces llamado Guad-el-Jelú, durante un ataque enemigo
ordenado por Muley Abbas cuando éste servía a las órdenes del general Zavala.
Guardaba con orgullo y bajo siete llaves un suelto de “La Correspondencia de
España”, que entonces se editaba en el Pasaje de Matheu, junto a la Puerta del Sol, donde el
soldado-periodista Pedro Antonio de Alarcón, en su “Diario de un testigo”,
había hecho una breve entrevista al cabo Torío, alias Gorrindongo, en lo hondo
de la trinchera.
Por
aquellos días de enero de 1860 la
Reina había parido una infanta, María de la Concepción Francisca
de Asís Luisa Antonia de Padua María Olvido Filomena Francisca de Paula y
cincuenta y un nombres más, que sólo viviría un año y medio y a la que bautizó
Claret y apadrinaron los duques de Montpensier. Pero al cabo Torío, alias
Guarrindongo, no le gustó que la deprimida Reina, ante la amenaza de los
Estados Pontificios, escribiera a Pío Nono para ofrecerle las tropas españolas
cuando terminase la guerra de África. Y desertó. Con nombre falso marchó a
Torrente y allí permaneció escondido en casa de su compadre. De camino hacia
Zaragoza, y cuando entendió que ya se habrían olvidado de él para los restos,
se cambió el nombre y se quedó a vivir en Ricla tras maridar con una lugareña,
Pascuala Uriarte y Santángel, propietaria de muchas tierras de regadío y
experta en la cría de la gallina de Guinea y del canario flauta. Enviudó cinco
meses después por una epidemia de cólera morbo y, desde entonces, Rosarito
vivía de las rentas, que no era poco. Siempre que podía evitaba entablar
conversación con el brigada Mistral por temor a poder ser reconocido por éste y
luego capturado y conducido al castillo militar de Mahón. Rosarito, a quien la
línea férrea le había expropiado doce hanegadas de la mejor tierra de labor,
cuando no tiraba cohetería durante las fiestas patronales de julio en honor de
Santa María Magdalena, se entretenía en sus campos dedicado a matar el tiempo
cazando pájaros al espartillo y criando aves de corral.
Don
Rodolfo había estado desde el punto de la mañana achuchando a Golondrina. Le
gritaba que iba a pillar un pasmo, o unas tercianas, y que, en el caso de que
ganase la apuesta, habría luego que gastarse los ciento veintiún reales en
fórmulas magistrales, con lo que el dinero volvería a sus manos por activa o
por pasiva. Y se lo repetía también a mosen Narciso, que había apostado por el
boticario, que era más letrado, al tiempo que el monaguillo, hisopo en mano, se
salía de la formación y rompía el protocolo para poder cumplir su sueño de
poder subirse a la locomotora “Fives-Lille 030”, aprovechando que don Cirilo se
despepitaba en su perorata interminable, y que el Alcalde estrechaba las manos
de los ingenieros franceses Lemasón y Difevre y del maquinista, señor Español.
La
banda de música de Aniñón interpretaba un pasodoble, la chiquillería se
mezclaba con los viajeros y el gentío animaba a Golondrina a vestirse,
considerando que el convoy estaría parado varias horas en la Estación. La apuesta
quedaría postergada hasta que el tren arrancase de nuevo camino de Madrid.
Las
autoridades municipales, el brigada Mistral, alias Pachurrín, los ingenieros,
el maquinista de la locomotora, mosen Narciso, don Cirilo, que ya había desatado
y dado rienda suelta a la canalla, don Paco, don Rodolfo y el secretario del
Ayuntamiento, pasaron al despacho del Jefe de la Estación, Fausto Cañete
Moscardó. La banda de música continuaba en el andén, Rosarito había marchado a
la plaza para proseguir detonando bombas reales de reclamo, Ricardo Batacán, el
alguacil, descansaba sentado bajo la campanilla, doña Adela, que había ayudado
en la fabricación de la repostería, se disponía a servir el vino de honor a las
fuerzas vivas junto con doña María, la esposa del Jefe, y el pelotón de
guardias civiles topaba a duras penas a un contingente de ciudadanos que
intentaba colarse en las dependencias de la Estación por ver qué sucedía en el despacho de
billetes.
Y
en el despacho de billetes sucedía que ambas señoras, con cierto aire
misterioso, habían cerrado las contraventanas para no dejar pasar los rayos de
sol y poder prender, ante la sorpresa general, las velitas hincadas en una
preciosa locomotora de chocolate.
El
ex ministro Luján pronunció un discurso recordando a la Reina, deslucido por la
brusca interrupción de don Paco, que señaló a Espartero como artífice de lo que
se estaba allí celebrando. Se armó la gresca y faltó poco para que tuviera que
intervenir y poner orden el brigada Pachurrín, que se aplicaba con devoción a
pincharle el diente de plata meneses a unos volovanes de ensaladilla entre copa
y copa de dorada mistela. Pachurrín siempre escurría el bulto mirando por la
ventana y haciéndose el teniente.
--Tío
Gile, ¿ya llegamos?
--Sí,
en diez minutos.
La
verdad es que tío Gile fue mucho más extenso en su relato, pero mi memoria está
seriamente minada por la falta de riego sanguíneo. Si les digo la verdad,
tampoco recuerdo ahora en qué quedó la apuesta entre el boticario y Golondrina,
aunque puede que en las hemerotecas
quede algo escrito. No sé, si les digo la verdad, hasta pudiera haber sido de
manera diferente a como yo la cuento. Ya dije que tío Gile exageraba bastante.
Recuerdo
que en una ocasión, en uno de los viajes que hice con él y con mi madre hasta
Ciriago en el viejo y destartalado “Ford”, éste nos contó que en Trespaderne
había un hombre muy flaco, al que llamaban Sopasdeajo, que... Bueno, mejor lo
contaré otro día, que esa es otra historia.
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Dedicado a don José Manuel Aranda Lassa,
alcalde de Calatayud, al permitir que la Concejalía de Cultura
del Excelentísimo Ayuntamiento firme un convenio con el Archivo Histórico del
Ferrocarril donde se cuente la historia del tren en esa Ciudad desde mediados
del siglo XIX.
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