Estos días son fiestas locales en multitud de pueblos y aldeas. En casi
todos ellos hay algún espectáculo relacionado con la Tauromaquia. En los pueblos, o
se saca el toro ensogado para asustar a los forasteros, o se observa desde las
gradas de una plaza ambulante cómo actúan los recortadores llegados de otros
pueblos, o se hace una merienda popular en honor de los ancianos, que son casi todos. Pero los ancianos no se ponen delante de un toro
ensogado ni casi prueban el rancho, las migas, las judías, o la paella enorme,
cuanto más grande, mejor, que guisan los expertos del lugar utilizando paellas
y raseras enormes. Siempre hay una hija cerca que le dice al anciano: “No comas
de eso, papa, que te sentará mal”. Y lanzan cohetería y sacan a la Virgen en
procesión y organizan subastas de roscones por ver quién es el que paga más
dinero por una torta bañada en azúcar glas. La fanfarronería también juega su
papel. Esos tipos que un día abandonaron el campo y se marcharon a trabajar a
un polígono industrial de la periferia de las grandes urbes regresan una vez al
año al pueblo que les vio nacer, siempre coincidiendo con las fiestas, con un
utilitario flamante que en la ciudad no lo usan nunca, excepto cuando se pasan
la mañana del domingo lavándolo y acariciándolo con un extraño culto. Y dos
días más tarde regresan a la ciudad con el capó trasero lleno de patatas,
frutas, verduras y varias garrafas de vino peleón e infame de una cooperativa que, por regla
general, también lleva el nombre del santo patrono del lugar. Brincamos la
mitad del mes de agosto y aquí sigue sin llover. De nada sirve procesionar a san Pascual o san Roque para pedir lluvias mientras las avionetas sigan lanzando
a las nubes nitrato de plata. Puede que estemos rebozados en el merengue del
cambio climático. No lo sé, pero de llover no está. Hoy decoro este trabajo con un dibujo de mi nieta Candela. Espero que les guste.
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