Nueve gramos de pólvora fueron suficientes como para que Ireneo Miravalles fuese despedido de la
empresa. Eran las fiestas de la barriada y todo parecía en orden hasta el
momento de la siesta. Fue entonces cuando Ireneo Miravalles, miembro de la
comisión de festejos, lanzó un cohete de varilla que avisaba a la chiquillería
que iban a dar comienzo unas carreras de cintas. Todo estaba preparado. Ireneo
Miravalles lanzó el cohete con la mala fortuna de que fue a entrar por una de
las ventanas de la residencia del director, donde echaba la siesta un alto
cargo de la casa central de Madrid
llegado el día anterior para dar realce a las fiestas. La explosión fue
inmediata. Ireneo Miravalles no sabía dónde meterse. Al instante apareció el
alto cargo en la ventana. Estaba en calzoncillos “cañamares” y camiseta. La camiseta lucía un ancla en el pecho.
Miró a los presentes y de inmediato pidió culpables. Silencio.
--Bueno, no ha pasado nada para lo que podría haber pasado--,
sentenció Vladimiro Huguet, que
aparentaba ser buen compañero, pero cojo.
--Sí, sí ha pasado, gritó el alto cargo de Madrid. A ver,
¿quién ha sido?
De nuevo el silencio. La banda de música de Ateca, dirigida
por el maestro Cortesías, por quitar
hierro al asunto comenzó a interpretar el pasodoble Amparito Roca. Las parejas comenzaron a bailar y un chiquillo
aprovechó sentado en un bordillo para poner la cadena en el piñón de su
bicicleta. Un tren de mercancías cargado de coches Seat 1400 silbó a toda velocidad. Hubo un momento en el que no se
escuchaba la música. La barra del ambigú comenzó a llenarse de gente.
--Hay que ver cómo ciega la sed de venganza—exclamó Margarita, la esposa del contramaestre,
a un presbítero devorado por la ocena y que tampoco se daba por aludido.
--Y que lo diga usted, Margarita, y que lo diga usted... Los
cohetes hay que cebarlos una vez
dispuestos en la lanzadera de madera para que haga de guía y proteja la mano.
Sin la lanzadera ya ve usted lo que puede ocurrir. Podía haber matado a ese
forastero.
-- Ay, padre, usted siempre poniendo chinitas en el camino.
El alto cargo se marchó a Madrid en el primer tren con un
tapón de algodón en cada oído. En la estación fue despedido por el director, el
administrador y varios jefes de negociado. Y en el andén, la banda de música de
Ateca interpretó para despedirle el pasodoble Churumbelerías. Vladimiro Huguet le contó algo en voz baja al jefe
de estación. Éste se santiguó y sin abrir la boca marchó hasta donde se
encontraba la locomotora para darle la salida con el silbato y el rojo banderín
plegado por encima de su hombro en un aseado jeribeque. Al poco comenzó a
llover. Ireneo Miravalles permanecía cabizbajo en la puerta de la capilla donde
esa misma mañana se había celebrado una misa cantada. Estaba solo, como Robinsón en Tapanimba. Temía a que
Vladimiro Huguet, que aparentaba ser buen compañero, aunque cojo, se fuese de
la lengua y lo despidiesen. De la cocina de una casa cercana salía la voz quebrada
de Manolo Caracol cantando el Romance de Juan de Osuna: “La manita en el evangelio/ la pongo, que yo
me muera, / que yo no he matado a nadie/ de noche en la carretera. / Mi lunita
clara, / eres mi sangre y mi vida, / por lo mucho que yo te quería/ te vas sin
volver la cara...” A Ireneo Miravalles le despidieron al día siguiente.
Siempre tuvo la certeza de que no había cojo bueno.
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