En su artículo
“Sobre
los muertos” Julio Camba decía
que “hay que oír los diritambos que en España se les dirigen a los muertos, y
es que, indudablemente, aquí no se entierra nunca a nadie mientras sus méritos
y sus virtudes no están reconocidos por un consenso general”. Con el tiempo
esas cosas pasan, salvo que la familia del difunto encuentre un biógrafo que se
exceda en elogios rimbombantes de alguien que ya no puede hacer matizaciones
sobre lo escrito. Por estos pagos se hicieron comparaciones con las defunciones
de
Rita Barberá, alcaldesa que fuese
de Valencia, y de
Miguel Blesa,
presidente que fuese de
Caja Madrid.
Ayer leía que en el nicho valenciano de Barberá siempre hay flores frescas,
mientras que en la sepultura de Blesa, en Linares, las flores depositadas ya se
han marchitado. Barberá murió de noche en el
Hotel Villamagna de Madrid de un fallo multiorgánico derivado de
una cirrosis hepática; Blesa, a las ocho y pico de la mañana y de un tiro en el
corazón en una finca de Villanueva del Rey. Ya lo decía Camba: “La gente se nos
está yendo al otro mundo como se nos iba antes a Flandes o las Américas, en
busca del bienestar y la consideración que no encuentra en éste”. Pero los
amigos de una y del otro nunca están presentes en los elogios funerales.
Siempre hay que esperar un tiempo, como digo, para que aparezca el biógrafo del
muerto o de la muerta dispuesto a dar pinceladas barrocas a fuer de ensalzar las virtudes de
aquel
ciudadano que murió en la folla
del güisqui consumido o de la certera bala de rifle.
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