A decir verdad, y así lo señala Gutiérrez Calderón, la indumentaria de don Adolfito variaba con
frecuencia. “Unas veces traía sombrero –cuenta en autor de ‘Santander fin de siglo’—y otras, gorra
de visera; alpargatas o botas y lo mismo sucedía con la barba, que era corta o
traía perilla, o unos buenos bigotes que arrancaban de los carrillos y que en
sus tiempos estuvieron de moda”. (...) “Su visita anual era en la segunda
quincena del mes de abril; ningún año faltó, hasta que dejó de visitarnos, que
sería cuando abandonó este mundo o acaso algunos años antes, en que pudo
enfermar”. (...) ¡Ah!, don Adolfito, seguido de cuatro o cinco chiquillos,
escolta que siempre le acompañaba, se detenía de pronto enfrente de algún
mirador o ventana; algo había visto... Y en aquel momento, derechas y unidas su
piernas, y colocados sus pies en escuadra cual militar en correcta formación,
sacaba de la funda su violín y su arco, señalaba con éste a la joven que había
visto asomada, y al mismo tiempo que la saludaba echando mano al sombrero, le
dirigía frases corteses, le brindaba una canción y decía muy alto: “sólo por ti / suspiro yo, / pero olvidarte /
monona mía, / no puedo, no”. A veces, desde un balcón le lanzaban alguna
moneda. Él la besaba antes de meterla en el bolsillo de la chaqueta. Durante
muchos años fue cobijado por un tal Temiño,
en la cuesta de Gibaja número 3, piso primero, donde se solía presentar sin
avisar de su llegada. Sostiene Gutiérrez Calderón en su libro que “salía todas
las mañanas a las cinco, en ayunas, y no volvía hasta la noche, haciendo todas
las comidas fuera de casa y recorriendo la población y los pueblos de los
alrededores”. También sostiene Gutiérrez Calderón que “comía y cenaba
ordinariamente en el establecimiento de la viuda
de Anselmo, casa de comidas en la calle del Cubo...”. Cuando se marchaba de
Santander, al mes de su estancia, iba a Torrelavega. Escribe Gutiérrez
Calderón: “Iba solo, silencioso, bien aplomado su cuerpo y con andar seguro y
desenvuelto, cubierta con un pañuelo blanco su gorra de visera, llevaba colgado
de la espalda su maco pequeño de ropa y, además, su violín en su bolsa. Estaba
en Torrelavega cuatro o cinco días a lo sumo, hospedándose en la casa de don
Inocencio Revuelta y hermano, en la que dejó siempre fama de buen pagador y de
hombre fino y considerado. Algunos años estuvo dos veces. “Sobre el año 1892
–cuenta Gutiérrez Calderón—recorría Asturias, pasaba por Llanes. En Oviedo se
detenía unos quince días, visitaba las tertulias que al anochecer formaban las
mujeres a las puertas de las casas y entre ellas conseguía algunos donativos de
poca importancia. Se decía que desde allí se dirigía a Gijón y a las playas de
Asturias, siguiendo su constante andar, sabe Dios por dónde. Se le vio en
Avilés, con frecuencia en Vigo, en La
Coruña, en Lugo, en Santiago de Compostela, y en la Puebla, frente a
Villagarcía de Arosa, y se decía que no tenía residencia fija”. Llegó un tiempo
en el que don Adolfito dejó de ir por Santander. Se temía lo peor. Un número de
El Imparcial de febrero de 1904
despejó la incógnita. Bajo el epígrafe “Muerte
de un trovador”, se contaba que don
Adolfito había fallecido en un lugar de Galicia que Gutiérrez Calderón
no recordaba en su libro. Se le dedicó hasta una habanera.
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