domingo, 28 de mayo de 2023

El arte de curar

 

Repasando “El arte de Enfermería” (II parte) para pobres y enfermos, compuesto por José Bueno y González, prior del convento del Hospital de la Santa Misericordia de El Puerto de Santa María, e impreso en la oficina de don Juan Nepomuceno Ruiz (Madrid, 1833), existe un apartado dedicado a cómo deben administrarse las sanguijuelas en el paciente, que pueden colocarse en cualquier  lugar de su cuerpo, a condición de que éste sepa distinguir entre las sanguijuelas buenas y las malas. Las buenas son largas y delgadas, con la cabeza pequeña, de color pardo verdoso, con seis fajas amarillas moteadas de pardo en su dorso y manchas amarillentas en su abdomen. Sus movimientos son ligeros y vigorosos, y al contraerse con rapidez se compactan.  Las malas tienen la cabeza grande, el dorso con rayas azules y suelen ser venenosas. A las sanguijuelas había que hacerlas pasar hambre, para que se agarrasen pronto a la piel del enfermo. En el momento de su aplicación era menester limpiar el sitio donde iban a colocarse con agua con azúcar o leche, antes de colocar la boca del sanguijolero. Aclara el tratado: “Cuando se aplican a la margen de ano, deberá limpiar bien el sitio, procurando no se introduzcan en el recto, pues eso ocasionaría grandes daños; mas si por un efecto involuntario se introdugese (sic) alguna, deberá inmediatamente hechar (sic) una enema con agua y sal, la que se repetirá hasta que salga la sanguijuela. Si se desprendieren antes del competente tiempo, se mandará sentar al enfermo en un sillico (sic) con porción de agua caliente, a fin de que con el bao (sic) se relage (sic) aquella parte, y fluyan las picaduras la sangre necesaria”. Como podrá comprobar el lector, el “Arte de Enfermería”, requería de una pericia extrema a la hora de aplicar al enfermo sanguijuelas, ventosas, unturas y sinapismos (emplastos hechos con polvo de mostaza destinado a producir rubefacción o revulsión, ya que “sinapi” procede del griego y equivale a la palabra mostaza). Quizás, desde el milagroso “Torniquete de Petit” en el siglo XVIII no se había avanzado tanto en Medicina hasta el conocimiento del “Método del doctor Trueta contra la gangrena, la septicemia y las heridas de guerra mediante el lavado abundante de agua y jabón, extracción de cuerpos extraños, escisión de los tejidos desvitalizados e inmovilización de la parte afectada con un vendaje de escayola. Aquel método salvó muchas vidas y amputaciones durante la Guerra Civil, cuando todavía no habían hecho su aparición los primeros antibióticos de forma generalizada en España, salvo pequeñas dosis en algunos cafés o coctelerías, como "Chicote", (siempre de "extranjis" y servidos por limpiabotas) en la Gran Vía de Madrid.


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