sábado, 27 de mayo de 2023

Por las trochas de Orduña

 

Recuerdo,  cuanto  siendo más joven, me acercaba a la taquilla de estación de ferrocarril para adquirir un billete a Bilbao. Me extrañaba que nunca hubiese fila aunque sí mucha gente en la sala de espera y en los andenes. “¿Para dónde lo quiere?”,  me preguntó el empleado con cara de estar haciendo mal la digestión. “Para Bilbao-Abando”, le contesté lacónico. El empleado tomó un cartoncillo marrón perforado en el centro, lo puso sobre la ranura de una maquinilla articulada, presionó con dos dedos para que se grabase la fecha en la parte superior trasera y me lo entregó. Cuando apareció el revisor para picar los billetes con su sacabocado descubrí que casi todos los que viajaban en mi departamento lo hacían gratis o pagaban menos. Los motivos eran diversos: unos eran empleados de Renfe y llevaban un kilométrico, otros eran militares, otros utilizaban descuento por pertenecer a familias numerosas…Pagar íntegramente un billete de tren lo hacían muy pocos viajeros. Algo parecido sucedía en las taquillas de los teatros municipales. El que más y el que menos ocupaba asiento en butaca de patio, o de palco, sin haber pasado por taquilla, por el hecho de ser funcionario. Llegué al convencimiento de que a la gente le gustaba darse importancia cuando viajaba o asistía a una función de teatro sin rascarse el bolsillo, y que media España vivía a expensas de la otra media. Hasta llegué a pensar que, tales gorrones, cuando se sentaran en el diván de un café, esperarían pacientes la llegada de un conocido dispuesto  a compartir mesa de velador  y a correr con el gasto de su consumición y el sobrevenido por el chocolate con churros de su contertulio. Comprendí lo caro que resultaba viajar en tren o asistir a un espectáculo cuando el recinto era de dominio municipal. Tenía razón aquel viajero que compartía conmigo departamento cuando me aceptó un cigarro de “ideales” y que éste, en agradecimiento, rompió el hielo silente con una frase lapidaria: “¿Sabe usted?, viajeando se dislustra uno mucho”. “Ya, ya…”, le contesté resignado mientras la locomotora “Mikado” silbaba con la fuerza de “El Grito”, de Munch, al rodear la herradura que el camino de hierro circunvalaba en la Sierra de Garobel, en el Puerto de Orduña, donde se cobijaban  buitres, cuervos y grajos. Y en lo alto, en el Pico del Fraile, asomaba la talla de Nuestra Señora La Antigua entre precipicios vertiginosos.

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