viernes, 21 de junio de 2024

En la novela se admite todo

 


El autor considera que en el desarrollo de una novela cabe el conjunto de los matices de colores y, también, la gavilla de la sinrazón; y que es necesario que el lector se aplique en su lectura, o mande el libro al cesto de los papeles, que de las dos opciones dispone en absoluta libertad, pero se le suplica la caridad de no andar dándole vueltas a las cosas para buscarle su orientación verdadera. Personalmente, desde hace ya bastantes años tengo un par de novelas inéditas dentro de un cajón sin la esperanza de que alguien las lea y así evite que, cuando el lector me vea por la calle, me pare, me ponga su mano sobre el hombro como si fuese mi compadre y me largue lo que le dijo un agricultor de Calanda a Luis Buñuel después de haber visto una proyección de “Viridiana”: “¡Flojica, don Luis, flojica…!”. Y el autor , que soy yo, se vea obligado a hacerle una mueca de sonrisa con boca ladeada y cejas subidas al lector, que es él, mientras la mirada del autor, o sea, mi mirada, se tuerce con la cabeza hacia un escaparate evitando ser salpicado con una ducha de gotas de saliva ajenas, de él. Lo normal sería que ese lector, que normalmente no lee y al que no le ha gustado lo que escribo, optara por mandar el libro a hacer puñetas a un contenedor de papel, o por regalárselo a un conocido suyo aprovechando su cumpleaños, que es mucho más práctico.  Matará dos pájaros de un tiro: se desprenderá de lo que para él era un ladrillo insoportable y siempre  contará con el agradecimiento del receptor, aunque nunca lea el libro. Una novela, aunque sea histórica, no deja de ser un relato  donde se pueden mezclar churras con merinas. Por ejemplo, si la novela está ambientada en la primera mitad del siglo XX, el protagonista o algún otro personaje puede tener una larga siesta donde sueñe que bailan el fox-trot el Cid Campeador con Carmen Polo, o donde compartan mesa y mantel el general Espartero con Chiquito de la Calzada. El autor de una novela no tiene por qué atenerse al escrupuloso rigor de Américo Castro o de Claudio Sánchez-Albornoz. La novela sirve para divertir, no para enseñar. Su orientación, por consiguiente, debe ir en función de cómo el autor se levante por la mañana: si de buena o mala leche. Se enfrenta a la hoja en blanco, que no es poca cosa, mira su vieja máquina de escribir con un cierto desdén y espera que de su imaginación brote algo interesante o menos aburrido que lo que pone en el BOE, o en la hoja parroquial de la diócesis de Tarazona. No hay que buscar los tres pies al gato, aunque parezca sencillo en un felino que dispone de cuatro, porque el origen de la expresión está relacionado con la poesía, ya que el pie era una unidad métrica utilizada en los antiguos versos griegos y latinos, que después se sustituiría por las sílabas en castellano. Si gato tiene dos pies (dos sílabas; ga-to) resulta imposible buscar un tercero. Aquí lo dejo. Hoy es viernes, ha comenzado el verano, la borrasca se ha marchado y, como el taco de calendario señala que es día de abstinencia, me voy a preparar un vermú “Yzaquirre” con hielo y un par de gildas al estilo de cómo las elaboran en el Casco Viejo donostiarra, ya saben: anchoa limpia de espinas, piparra vasca, (nunca navarra, que tiene más pepitas por importarla de no sabemos dónde), y aceituna manzanilla deshuesada. Así de simple, como la novela.

 

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