domingo, 2 de junio de 2024

El Tubo nunca fue Palermo Viejo

 

 


Hacía buena mañana y decidí dar un paseo por airearme. Me acerqué hasta una librería de lance por si encontraba algo curioso que pudiese interesarme. Al final no compré nada. Con las mismas entré en “Casa Pascualillo”, saludé al dueño y me tomé un vermú acompañado de unas aceitunas. A la salida, se me acercó un tipo pidiéndome un cigarro. Se lo entregué. Me pidió fuego. Se lo di. Era argentino, lo conocía de vista, de moverse siempre por los mismos lugares del casco viejo. Pedía la voluntad y algún pucho, como él decía. Daba tumbos por Zaragoza desde hacía unos meses y me consta que jamás faltó el respeto a nadie. Nunca supe su nombre. Un día dejaron de verle por el céntrico El Tubo y tampoco le echaron en falta. Estaba en el mundo de los perros sin amo, de los viejos a pupilaje en infames guariches y de las mariposas blancas, que un día son atrapadas sobre una flor y ensartadas con alfiler sobre un pedazo de cartulina negra. Aquel argentino, sin pucho que encender ni hierba mate que llevarse a la boca, probablemente se encontraría entonces mendigando en otra ciudad, o soñando con la calle Corrientes entre el zumbido de lujosos “cadillac”, o tomando el sol apoyado en el quicio de una puerta junto a los tenderetes hippies del Palermo Viejo, o anclado en el incómodo colchón de un camastro de la Beneficencia, o vaya usted a saber dónde… Hay tipos que desaparece de pronto y a los pocos días volvemos a verles por los lugares de costumbre. Pero hay otros que un día desaparecen y nunca más volvemos a verles. Una de dos: o han hincado el pico y han sido depositados en la morgue de la Facultad de Medicina impregnados en formol y a la espera de su disección, o son seres volanderos con culo de mal asiento que viajan errantes por los arcenes de las carreteras secundarias camino de otros lugares donde no tienen nada que perder y mantienen viva la llama de poder encontrar algo que les permita subsistir aunque sea por poco tiempo. No son vagabundos sino vagamundos (aún reconociendo que este último adjetivo es más propia del habla vulgar), A los giróvagos (otra acepción) en Argentina se les conoce como linyeras, crotos o cirujas; y en Uruguay, atorrantes, bichicomes y pichis. No hay que olvidar que existe una clara diferencia entre vagabundos, vagos y holgazanes. Los primeros viajan en busca de trabajo aunque sea temporal; los segundos viajan pero no  buscan trabajo; y, los terceros, ni viajan ni buscan trabajo. Lo cierto es que nunca más volví a tropezarme con aquel argentino por la calle. Parecía persona decente, de esas que jamás puedes confundirla con un sacauntos, ese personaje que con el nombre de sacamantecas pertenece al folclore español y a los tartufos del crimen, de los que dio cuenta Emilia Pardo Bazán en el entorno familiar del mundo rural gallego, donde la violencia se manifestaba en distintas intensidades y el medio empleado para terminar con un enconado rencor, una enfermiza envidia o los celos que todo lo devoran, solía ser la navaja de baratero o el afilado cuchillo de matarife. Muchos de sus macabros relatos fueron publicados en “La Ilustración Artística”, aquella revista semanal ilustrada publicada en Barcelona entre 1882 y 1916.

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