lunes, 17 de junio de 2024

Trabajar para los mameyes

He puesto un gusanillo de alambre encuadernador a un ramillete de relatos que tenía desperdigados. Algunos de ellos, que ya ni los recordaba, fueron escritos durante mi adolescencia. Se nota enseguida cuáles son. Otros, la mayoría, los escribí en tediosas tardes de domingo y fiestas de guardar con la pretensión de poder participar en concursos de arrabales obreros de no recuerdo dónde,  promovidos por casas regionales, o programados en fiestas de pueblones,  donde solían colaborar muchachos paliduchos, damas de Acción Católica, pensionistas, poetas de todo pelaje y condición, o tipos como yo, sin mejor cosa que hacer en esta vida. Recuerdo que colocaba en los sobres de tamaño folio muchos sellos de  Franco, y en su interior el relato a dos espacios escritos en mi vieja “urderwood”  por quintuplicado ejemplar,  sin olvidarme de incluir la necesaria plica. Nunca comprendí para qué demonios querrían aquellos miembros del jurado tantas reproducciones, consciente de que aquellos “árbitros” lo componían las más de las veces dos o tres sujetos eruditos a la violeta. Era importante que el sobre estuviese cerrado, con la dirección en su interior y el teléfono de contacto.  Por desgracia para mí, el negro teléfono colgado en la pared del pasillo de casa de mis padres no sonaba nunca. O puede que alguna vez sí ocurriese, que me llamaran para felicitarme, pero resultaba que el teléfono siempre lo tenía averiado. Le concedí a aquel teléfono de manivela y una caja aneja y con dos grandes pilas que conectaba con una centralita de portería, el beneficio de la duda. Hasta que un día descubrí que uno de mis relatos había sido plagiado descaradamente por otra persona y enviado a un concurso que más tarde le premiaron. Yo le había puesto el nombre de “El monte Ratón”, pero fue premiado con el nombre de “El monte flotante”. Sentí enfado y alivio al mismo tiempo. Es lo que tiene esparcir el grano de trigo propio en campo ajeno, o como entregar planos importantes a los chinos mediante espionaje industrial. Desde entonces, me lo pienso mucho antes de enviar un relato a un concurso literario auspiciado por un ayuntamiento, una casa regional o un grupúsculo de intelectuales a la violeta de un pueblo donde las gentes, aunque saben leer y escribir, nunca leen ni escriben. Así evito “trabajar para el inglés”, expresión que se decía mucho en Cuba, donde nacieron mi abuela y mi padre. Equivalía esa expresión a “trabajar para los mameyes”, que nació de una burla de los cubanos al color de las casacas de los soldados ingleses que hacían rondas al caer la tarde por La Habana, cuyo color semejaba al del mamey (fruta tropical ovalada, cáscara carmelita y semilla negra de pulpa cremosa, aromática, suave y dulce). Un color que se extraía de las hembras de las cochinillas. Sabido es que los ingleses tomaron La Habana durante la Guerra de los Siete Años, en agosto de 1762, al entrar los británicos en conflicto con la corona española tras haberse aliado España con Francia. La osadía de aquellos ingleses (mameyes, para los cubanos) llegó hasta el punto de pretender llamar a la isla Colonia de  Cumgerland. Las consecuencias fueron que once meses más tarde, en julio de 1763, reinando el pusilánime Carlos IV, Inglaterra y España firmaron un canje por el que parte de La Florida quedaría en manos inglesas a cambio de que España poseyese la isla de Cuba en su totalidad.

 

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