sábado, 1 de junio de 2024

Un supuesto cadáver

 

 

De aquel asunto se sabía poco. Un cadáver había sido descuartizado y era posible que fuesen apareciendo trozos sucesivos a plazos, como las letras de la lavadora y de aquel “seiscientos” de segunda mano que siempre me dejaba tirado por calentamiento del motor en las pronunciadas cuestas de las infames carreteras secundarias llenas de parches y paralela a la vía del tren. Un pelotón de guardias civiles, al mando del sargento Melitón Posadas, anduvieron por esas trochas en busca de pistas sobre la desaparecida Micaela Galende. El primer trozo de su supuesto cadáver, la pantorrilla izquierda, asomó en el balasto de la vía férrea en el término de Calatayud y frente a las cuadras de Antón Esteras, donde el Jalón se besa con el Jiloca bajo un puente de hierro, poco más o menos, que tampoco hay que ser quisquilloso con la geografía ni con nada, que carece de importancia unos metros arriba o abajo, adelante o atrás, según se va hacia Barcelona o se viene de Madrid, o según se va a Calamocha, que no está ni a un lado ni al otro, mal que nos pese. Es allí, en el puente férreo, donde comienza la bifurcación hacia Teruel y hacia Madrid, y donde se hermanan ambos afluentes del Ebro, el Jalón y el Jiloca. Los cambios de ruta en la cosa ferroviaria tienen su intríngulis, más aún si nos topamos con un invierno frío de puro negro como fue ese al que ahora hago referencia y anoto antes de que se me olvide, donde traía la misma cuenta tirarse al tren que meterse uno en camisa de once varas por ver qué sucedía dentro de la grisura de la existencia, o en la “catarsis del buzo”, como dijera un poeta huevón y tremendista del  Café Niké. Era un tiempo en el que intentar sobrevivir era la razón prioritaria de nuestra existencia. A Melitón Posadas y a los cuatro guardias a su mando, Roque Forniés, guardabarreras, les ofreció unas copas de “anís La Dolores” en su casilla de la Renfe para templar el cuerpo y disipar el susto sobrevenido. El sargento Posadas era consciente de que no se debía beber alcohol estando de servicio, pero siempre hay excepciones a los severos reglamentos. Aquella copa de anís podría insuflarle ánimos en el peliagudo trabajo de investigación que le quedaba por delante. Le sonaban las tripas, dejó su naranjero apoyado en la pared y salió al corral con prisas para exonerar el vientre. A su regreso, Rufina Salvachúa, la mujer de Roque Forniés, les había preparado a los agentes en una mesa camilla unos cafés de puchero y un  plato con soletillas. Cuando cundía el hambre había prioridad para aquel que ofrecíese algo que echarse al coleto, así como desprecio hacia otros agentes del orden que, persiguiendo el estraperlo, trataban por todos los medios a su alcance saquear al viajero, pillándole in fraganti con el talego de azúcar blanquilla, la ristra de chorizos de Arceniega, la alforja con queso del Roncal, o la barquilla con cebollas de Fuentes de Ebro, a las que los doctos atribuían propiedades para apaciguar la pavorosa gota, el desesperante reumatismo, el innombrable mal de ojo, las molestas purgaciones de garabatillo, las preocupantes tercianas persistentes, el prurito de escroto y las vegetaciones en las trompetillas nasales que abocan al hablar gangoso y al respirar cansino, por ese orden. Los alijos del estraperlo incautado pasaban a la casa-cuartel, y lo más probable era que se los repartieran entre los agentes del orden en prorrateo equitativo, en función del número de hijos a cargo de cada uno de ellos. Aquel sombrío régimen autárquico plagado de leyes absurdas, disposiciones, reglamentos y censuras, quedaba aliviado por la carencia de cumplimiento de las normas.


 

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