viernes, 14 de junio de 2024

Un trabajo peculiar

 

 


Dijo Neil Griman que “ser escritor es un tipo de trabajo muy peculiar: siempre eres tú contra una hoja de papel en blanco, o una pantalla en blanco, y muy a menudo el papel en blanco gana”. No sé. Estoy convencido que con todos los libros malos que se escriben en España, bien sea de novela, relato corto o de poesía, podría hacerse una biblioteca mayor que la de Alejandría, incendiada por Julio César, donde se destruyeron más de cuarenta mil pergaminos. En España se encargó de ello, primero la Inquisición, y más tarde el franquismo, donde se quemaron muchos libros contrarios a la religión, la moral y la política nacional-catolicista. Según declaraciones de Bruno Ibáñez Gálvez, teniente general de la Guardia Civil y jefe de Orden Público en Sevilla al diario ABC (26/12/1936), los rebeldes y simpatizantes de los golpistas acabaron con todo. También  Mola, a su paso por Soria, destrozó lo que le pareció contrario a su ideología. En el número 1 del diario Arriba España de Pamplona se animaba a la destrucción de libros con estas palabras: “¡Camarada! Tienes obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, su propaganda”. Y el 19 de julio del 36 frente al Club Náutico de La Coruña y bajo la presidencia y organización de un sacerdote, ardieron miles de libros. Entre ellos, volúmenes de Blasco Ibáñez, Ortega, Baroja, Unamuno, Max Aub, Sender…, algunos procedentes de las bibliotecas de organizaciones libertarias, de entidades públicas y de casas privadas de militantes republicanos que, pocas horas después del levantamiento, ya habían sido detenidos y esquilmados. En Sevilla, Queipo de Llano apenas dio 48 horas a la población para que entregase sus libros y habilitó a falangistas para recorrer editoriales y librerías requisando todos aquellos materiales considerados pornográficos, marxistas, ácratas y ‘disolventes’. Y en septiembre de 1937 se promulgó una nueva normativa para depurar las bibliotecas universitarias. Según esa disposición se establecieron unas juntas formadas por catedráticos, falangistas, militares y sacerdotes que, tras analizar los fondos, debían elaborar una lista con aquellos títulos que consideraban inapropiados. Y eso mismo sucedió en toda España. Pero lo de ahora es distinto. Aquí ya no existe la censura y cualquiera puede escribir y publicar lo que le venga en gana. Cosa distinta es que su autor consiga vender alguno de sus 'ladrillos'. Tal vez por esa razón nunca acudo a las barracas de la Feria del Libro. Si lo hiciera, correría el riesgo de tener que saludar a algún autor que está firmando su libro y tendría que comprarlo por puro compromiso, aún a sabiendas de que no lo iba a leer aunque fuese de obligado cumplimiento como penitencia confesional.

 

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