lunes, 16 de septiembre de 2024

Por el imperio hacia Dios

 

Siendo niño, recuerdo que un día apareció un fotógrafo por la escuela. Al fondo de la clase el maestro había colocado un pupitre de dos plazas de haya de aquellos de “Apellaniz”. El maestro les indicaba a los chicos  cómo tenían que sentarse y les ponía entre las manos una enciclopedia de Dalmau Carles. Al fondo había colgado un mapa de España y Portugal de hule donde estaban muy remarcadas las diferentes regiones. Santander  y Logroño pertenecían a Castilla la Vieja, en Asturias ponía “provincia de Oviedo”, Albacete estaba integrada en Murcia, en el Sur había un gran espacio en otro color donde podía leerse “marismas del Guadalquivir”, y así. Aquella piel de toro terminaba por un lado en los Pirineos y por otro, en Finisterre. Los españoles nos encontrábamos en el interior de una monarquía de carácter meramente nominal donde pocos años antes 485.000 españoles habían marchado al exilio y había 72 campos de concentración con unos 180.000 presos internados, y a los que eufemísticamente se les llamaba Servicio de Colonias Penitenciarias Militarizadas. Aquellos campos de concentración fueron causa de que muchos familiares se instalasen en sus cercanías, dando lugar a nuevos poblados, sobre todo en Andalucía, como Dos Hermanas, Los Palacios, El Palmar de Troya, o los barrios sevillanos de Bellavista y Torreblanca. También la Iglesia católica se benefició del apoyo a Franco desde el golpe de Estado, llamando “cruzada” a la guerra civil. Y la jerarquía de la Iglesia se aprovechó de los presos en la reconstrucción de la catedral y el seminario de Vic, el colegio de los escolapios de San Antón en Madrid, el seminario orensano de Ervedelos, la vallisoletana iglesia del Carmen y los conventos de las madres adoratrices de Cartagena, Valladolid y Alcalá de Henares. El jornal de aquellos internos esclavizados era el siguiente: 4,75 pesetas, en el caso de ser un hombre con esposa y un hijo a su cargo y que estuviese al servicio de algún organismo público del Estado, y de 14 pesetas si trabajaba al servicio de una empresa privada, de las que sólo 50 céntimos iban a parar al propio preso, 3 pesetas eran destinadas a su familia, 1,40 eran retenidas en teoría para su alimentación y las 9,10 pesetas restantes iban a parar a Hacienda. Este dinero era periódicamente ingresado por el Patronato para la Redención de Penas en una cuenta cifrada del Banco de España, a nombre del entonces subsecretario de Presidencia del Gobierno, Luis Carrero Blanco. Los niños plasmados en aquellas fotografías en blanco y negro, con el mapa de España detrás y con una enciclopedia en la mano, eran los verdaderos desheredados de la fortuna. El maestro les insistía a sus alumnos a que estudiasen mucho para que pudieran llegar a ser “hombres de provecho”, un cura aparecía  hebdomadariamente para repasar con ellos el “Astete”, y alguna vez asomaba por la clase un tipo, que había sido alférez provisional y por suerte para él “no fue cadáver efectivo”, para animarles a que se afiliasen al Frente de Juventudes y pudiesen ir en verano a sus campamentos. En aquella clase se unía a un mismo tiempo el vivo deseo del maestro de que aquellos niños tristes pudiesen aspirar un futuro mejor, la grandilocuencia de un cura con aspecto de sarasa que amenazaba con las penas del infierno, y el proyecto de “imperio” predicado por un garbancero sacamuelas de chicha y nabo. Pero aquellos niños nos conformábamos con poder salir al recreo y jugar media hora con una pelota de trapo.

 

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