Existe un cuadro clínico mencionado por primera vez en un
libro de recuerdos personales, Roma,
Nápoles y Florencia, escrito en 1917 por Henry Marie Beyle, (Stendhal
para los amigos), donde se describe el síndrome de Stendhal, una especie de
éxtasis que se produce ante cuadros de gran belleza en corto espacio de tiempo.
En ese síndrome, descrito por Gracielle
Magherini en 1979, aparece en aquel que lo sufre angustia, excitación,
mareos, obnubilación, pitido de oídos, etcétera. Vamos, algo así como lo que a
mí me sucede cada vez que veo la película Muerte
en Venecia, la adaptación de Visconti
al cine de una novela corta de Thomas
Mann. El personaje principal, el deprimido Gustav von Aschenbach, se fija en un joven de belleza sobrecogedora,
Tadzio, que terminará por
convertirse en una obsesión del protagonista, que insiste en permanecer en el
hotel de Lido pese a una declarada epidemia de cólera que las autoridades
tratan de minimizar para evitar en lo posible el éxodo de turistas. Y Gustav
von Aschenbach muere sentado en una hamaca de playa mientras contempla como el
causante de su morbosa fijación, el rubio y bello Tadzio, le ignora por
completo y juega con un amigo en la arena del Adriático. Si a todo ello
añadimos el acompañamiento de la
Quinta sinfonía de Mahler, el síndrome de Stendhal está asegurado en el espectador sensible que
permanece sentado en su butaca observando al mejor Dirk Bogarde, sólo mejorado, si acaso, en The Servant.
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