Manuel Bohórquez,
en El Correo de Andalucía, lanza un hondo
quejío: “No ha llegado un solo crisma a casa, el árbol de Navidad se muere de nostalgia
en el garaje y hasta ahora no ha venido el clásico pollo de engorde disfrazado
de pavo que solía mandar algún amigo. Ni el frío apunta maneras, como si le
diera miedo llegar”. Bueno, los tiempos
cambian, ya no se ven por las calles aquellos tipos con una bufanda al cuello y
que con una vara guiaba unos pavos por las calles de las ciudades, ya no se
estila que el cartero nos llame a la puerta con una postal deseándonos felices
navidades, ya hemos olvidado aquellas viejas viñetas de los tebeos donde un rey
mago intentaba bajar por una chimenea hasta el salón de una vivienda, o
resbalaba en una cáscara de plátano. Los pavos cuestan una fortuna; el cartero
es un funcionario desconocido que sólo llama desde la calle por el portero
automático para que le abramos la puerta de entrada; y, lo que es peor, ya no
tenemos padres vivos para que nos pongan juguetes. Los crismas ya no se llevan,
al precio que están los sellos de Correos; los aguinaldos, con el turrón, el
mazapán, la botella de anís del Mono
y la sidra El Gaitero son cosa de
otro tiempo; siempre existe un pariente político que jode la paz en la cena de Nochebuena;
y nosotros ya no somos los mismos. Necesitamos tomar la pastilla de la tensión,
comer poco para evitar el ardor de estómago y no se nos permite tomar, aunque
sólo por una noche, una copita de Cointreau
con hielo. De nada sirve lanzar quejíos
hondos al modo de Manolo Caracol o
de Manuel Torre. No estamos tampoco
en 1909, el año que nació Caracol y triunfó Torre en Madrid, en el Café del Gato. Tampoco existe la Venta de Vargas. Juan Vargas se murió de pena cuando murió su madre. Y Caracol le
alivió el dolor con un cante por soleares, que era como un llanto: “Se lo pedí
esta mañana/ al Señó del Baratillo/
que me quiera esta gitana”.
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