Las pocas veces que brindo con cava lo hago con mi copa de
siempre, la copa transparente, de cristal fino y tallada. La llamada copa Pompadour, al estilo de las que se
usaron en Versalles en el siglo XVIII. Los entendidos decían que no tenía
interés enológico, pero a mí me da igual lo que digan los expertos, el día en
el que se decidieron por la copa flauta,
larga y estrecha. Tuve media docena, pero todas se rompieron en el lavaplatos.
Y ahora, los que más saben en cuestiones de cavas apuestan por otra copa, la
llamada tulipa, estrecha pero que se
ensancha en la base. Mañana, seguro que dirán otra cosa distinta. Las modas
cambian, no siempre para bien. Si les digo la verdad, lo importante es que el
vino espumoso sea de buena calidad, que se sirva ente cinco y ocho grados y que
no se llene nunca la copa. Lo demás es accesorio. Ion Urrestarazu cuenta que “hacia 1959, unos vascos —tal vez
bilbaínos—, que frecuentaban la Cervecería Madrid de Valencia, repetían con
demasiada constancia la broma del ‘Agua
de Bilbao’. El propietario, Constante
Gil, harto de la actitud de éstos, decidió ofrecerles un cóctel novedoso.
Los clientes accedieron a probarlo y, desde entonces, cada vez que volvieron al
local, siempre pidieron: ‘Agua de Valencia’.
Pero el ‘Agua de Bilbao’ era otra
cosa. Según Julián Zugazagoitia, --periodista político socialista fusilado por Franco en 1940-- el
origen es otro. En su novela El Botín
(1929), en el capítulo quinto titulado Elegía
del chacolí, se recoge el siguiente texto:
“Pedí, después de una comida suculenta,
agua de Bilbao —refiere a sus amigos D. José de Zabalegui y Corogosti, antiguo
mercero en una rúa sucia y oscura de las siete calles. Los que le escuchan no
han sido nunca más. Acaso menos. Esperan una anécdota graciosa y sonríen. “¿Agua
de Bilbao, señor?”, preguntó el camarero. “Sí, agua de Bilbao”. Volvió después
de parlotear con el del mostrador. “No tenemos, señor”. “¿Cómo?” “¿No tienen
agua de Bilbao?” “Tiene el señor de Vichy, Mondariz, Solares…” “No, nada de
aguas para enfermos; agua, pero de Bilbao. ¿Qué hotel es éste que no tiene agua
de Bilbao?”. “Permítame, volveré a preguntar”. Luisa se reía, yo me reía. Vino
el camarero con el metre. D. José de
Zabalegui y Corogoisti dice metre (maitre) y sampán (champagne) y cuntró (cointreau);
y preguntó: “¿Agua de Bilbao? Sí, señor; tenemos. ¿Qué marca desea?”. No sabía,
no sabía; pero no podía negarme a decir la marca. “¿Marca, marca? Ponga Pommeri”. Y añadía para enseñanza de
aquel palurdo: “Ya sabes, mozo, agua de Bilbao es… sampán”. “Bien, señor”. Se fueron avergonzados, sin atreverse a
sonreír. Luisa se reía. Don José de Zabalegui y Corogosti y sus amigos reían
desaforadamente la torpeza del camarero. “¡Pero si eso lo saben hasta en
León!”, se admiró uno. Y siguieron, sin dejar de reír, tascando sus tabacos
desmedidos y paladeando, con ruido, las dobles de Napoleón”.
En 2013, en el bilbaíno Café Iruña, situado en la confluencia de
las calles Berastegui y Colón de Larreátegui, frente a los Jardines de Albia, con
motivo de su centenario aparecieron unas botellas de cava etiquetada con el
nombre de “Agua de Bilbao”, elaboradas por Bodegas
Alsina & Sardá. Se embotellaron 6.000 unidades de cava brut, cuya etiqueta era un diseño de K-Toño Frade (Juan Antonio Frade Prieto, dibujante fallecido en 1992). Aquel café
lo había inaugurado el 7 de julio de 1903 el navarro Severo Unzue Donamaria. Fue frecuentado por Baroja, Unamuno e Indalecio Prieto y declarado Monumento singular en 1980. También
obtuvo el Premio Especial al Mejor Café de España 2000, por la "Café Crème Guide to the Cafés of
Europe”, editada en Londres bajo la supervisión de Roy Ackerman.
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