Vengo observando todos los años por estas fechas de
diciembre el desasosiego de padres por adquirir aquellos juguetes que demandan
sus hijos y que antes han visto en
escaparates y en catálogos editados por las grandes superficies. Ahí entra en juego
el misterio de Papá Noel (aquel Sinterklaas de Washington Irving) o de los Reyes
Magos, que en la cultura cristiana ponen carbón a los niños traviesos. Es
de locura la que se monta. Los de mi generación, que no teníamos dónde caernos
muertos, nos las arreglábamos con unas canicas haciendo gua, con un tirachinas
lanzando piedras a todo lo que se movía, o con unas chapas de batidos o de
oranginas que buscábamos en las cercanías de los bares. Servían para jugar a
muchas cosas echando a volar la imaginación. Mis hermanos y yo jugábamos a la
carrera ciclista. Para ello pintábamos en el suelo un camino largo y muy
tortuoso, con más curvas que la infame
carretera que une Lozoyuela con Guadalajara. Desde el punto de salida
lanzábamos la chapa, cada uno la nuestra, sujetando el dedo corazón con el
pulgar y soltándolo con fuerza. El secreto consistía en avanzar el máximo
posible dentro del recorrido sin que la chapa se saliese de su trayectoria. Si
eso sucedía, había que comenzar de nuevo desde el principio. Ganaba el jugador
que antes llegaba a la meta. Así de simple. Éramos niños, pero conscientes de
que siempre había que echarle imaginación a falta de dinero. Hoy las cosas han
cambiado. Los niños dejan de ser felices cuando se les agotan las pilas a unos
juguetes que les idiotizan. Pero, claro, la idiotez nunca es mala para el que
la posee sino para el que la sufre.
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