Me he pasado la noche bebiendo agua, como los peces en el
río. A cierta edad uno ya no está para estos trotes. No suelo comer mucho,
cenar menos aún, pero a mí lo que me mata no es el turrón, que no tomo, ni el
cava, que no bebo, sino esas esferas doradas del tamaño de albondiguillas que
se llaman Ferrero Rocher. En fin, una
noche es una noche. Menos mal que tenía a mano esas pastillas blancas de Almax, no sé si fabricadas con leche de
burra, que tanto beneficio obran en la oficina de las tripas. Antes había
escuchado por televisión el discurso de Felipe VI desde su despacho, donde
defendía “una España de brazos abiertos y manos tendidas donde nadie agite
viejos rencores”. Parecía más el discurso de un papa que el de un monarca.
Cuenta Burgos en ABC de Sevilla que “de la
Navidad nos estamos quedando sólo con la parte gastronómica y
vacacional”; y el padre Ángel, en una entrevista en El Español, es rotundo
cuando afirma que “a Jesús hoy lo
matarían los obispos y los políticos antes de cumplir los treinta”; y a la
pregunta de Daniel Ramírez: “¿Cuál es el problema más grave de los españoles?”,
contesta: “La soledad, muy por encima del hambre y de los malos políticos”. Ayer,
en su discurso, el jefe del Estado no dijo nada sobre este problema. Y yo me
pregunto, ¿quién se lo habría escrito? El tan odiado Franco era más sincero
cada 31 de diciembre, cuando decía aquello de “dado lo vitalicio de mi
magistratura…”. Queda bien decir eso de
“que nadie agite los viejos rencores”, y lo de “una España de brazos abiertos”,
pero con los discursos del rey sucede algo parecido a lo que al lector de
ciertas obras literarias: que se convierte en el verdadero héroe por
escucharlos o leerlas.
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