Suelo leer a Juan
José Millás allí donde le pillo, quiero decir, allí donde pillo un artículo
suyo. Siempre aprendo con ese sorprendente columnista. Pero acabo de leer hoy
viernes un artículo suyo en El Correo de
Zamora, “A la mierda”, que me ha
dejado perplejo. Escribe indignado: “La cosa es que estás hablando con alguien
a través del móvil, y ese alguien tira de la cadena, es decir, descarga la
cisterna del retrete vaciando al mismo tiempo el contenido de la conversación
que mantenías con él o ella (el genérico no me alcanza). Hay gente (y genta)
que no encuentra momento para devolverte la llamada en todo el día, pero de
súbito ha de acudir al baño y se dice: vamos a aprovechar para telefonear a
este gilipollas. Estas personas suelen tener los cinco sentidos
compartimentados”. Una vez leído eso, me rasco el colodrillo, bebo un sorbo de
agua cruda, es decir, del grifo, y retomo mi lectura esperando que Millás
suavice su cabreo. Pero no, para mí que ha aumentado su mal genio a medida que
teclea en el ordenador. Si al menos hiciese como un compañero trepa que, tras
una bronca con el superior, siempre me decía indignado: “He estado por decirle
al jefe...”, pero no colaba. Nunca le decía al jefe otra cosa que “sí, señor,
lo que usted ordene”; si al menos hiciese como aquel compañero trepa, digo, la
cosa sería distinta. Lo de Juan José Millás es diferente. Escribe lo que
considera oportuno, se enfada cuando hay que enfadarse y no le duelen prendas
en contarles a los lectores de Zamora, o de Mansilla de las Mulas, o de Henares
de Mohernando, lo que entiende como una humillación intolerable. Continúa: “No
creas que no me di cuenta. Yo, por respeto a la conversación, me hallaba
sentado ante mi mesa de trabajo, delante del ordenador, rodeado de cuadernos y
de libros que hablaban de lo estropeado que está el mundo y de por dónde
deberíamos comenzar a repáralo. Precisamente, acababa de tomar unas notas que
pensaba enviarte por correo electrónico y que ya no recibirás porque justo en
el momento más interesante de la charla te limpiaste el culo (tenías puesto el
manos libres, lo supe por el eco), tiraste de la cadena, te subiste los
pantalones, te enjuagaste las manos, y abriste la puerta del excusado para
continuar la conversación por el pasillo”. Vale, maestro. Piense en lo poco de
bueno que hubo en aquel intercambio de palabras. Su interlocutor, como usted
aclara, se enjuagó las manos como Pilatos tras haber tirado de la cadena,
que no es poca cosa. O tal vez lo que oyó Millás fue cómo se lavaba el culo en el bidé. En esta vida hay de
todo. Peor, si cabe, es el tipo que atina mal, se orina fuera de la taza, moja la tapa, el suelo y sus pantalones y, acto seguido, sin lavarse las manos, te da unas
palmaditas en el hombro. Lo que le ocurrió a Millás fue en la distancia. Y eso
siempre es de agradecer.
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