El periodista Eduardo
Álvarez, en El Mundo, bajo el
título “Don Juan Carlos no es un jarrón
chino”, comenta que “la
Jefatura del Estado es una magistratura unipersonal. Pero
entre las muchas cosas que diferencian a una monarquía de una república está el
hecho de que a su primera institución no la representa un único individuo, sino
toda una familia, con la capacidad de despliegue institucional y proyección que
ello ofrece. Y un rey puede abdicar, sí, pero no deja de ser rey hasta su
muerte. Y a Don Juan Carlos le ha
faltado tanto reconocimiento público por el positivo balance de su reinado
como, sobre todo, una verdadera agenda oficial con actos relevantes que le
lleve a seguir sirviendo a España mientras sus facultades se lo permitan”. A mi
entender, esa diferencia entre Monarquía y República, o sea, el hecho de que no la representa un solo
individuo es, a mi entender, lo más preocupante. Ya lo dijo Mariano Ossorio Arévalo, marqués de la Valdavia: “La familia es
una importante institución de muy difícil manejo”. El vergonzoso caso Nóos es una muestra palpable de
ello. A mi entender, la mejor forma de que un rey emérito pueda servir a España
es quitándose de en medio. Y Juan Carlos, que yo sepa, se ha quitado de en
medio por mucho que se le haya habilitado un despacho en el Palacio Real, o
asista a algún evento protocolario en muestro país o en el extranjero en
representación de la Corona,
como puede ser, por ejemplo, la toma de posesión de un presidente sudamericano,
o su presencia en un enlace matrimonial o las exequias de algún miembros de la realeza extranjera con el que
a la familia Borbón le unen lazos de afecto. Hoy, por ejemplo, Juan Carlos
tiene previsto asistir a los actos protocolarios de la Pascual Militar. Nada le impide
que pueda ser así, del mismo modo que el papa
Francisco puede invitar al papa emérito Joseph Ratzinger a concelebrar una misa. En ninguno de esos
casos se aprecia ni por asomo que pudiese existir una bicefalia en las
respectivas Jefaturas de sus Estados;
como la que representa, por ejemplo, ese águila de los Habsburgo, donde una de sus cabezas miraba hacia lo infinito del
pasado, y la otra hacia lo infinito del futuro, mostrando con ello que el
presente es una fina línea de contacto entre dos eternidades.
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