En su magnífico ensayo “Elogio
y nostalgia de Toledo”, Gregorio
Marañón cuenta al lector un secreto de Benito
Pérez Galdós durante sus largas estancias en Toledo. Aquel ensayo fue
escrito entre 1937 y 1943, durante los
años de su exilio en París, como aclara su hijo en una posterior introducción,
en 1981. Señala Marañón respecto a Galdós que “en la fuente de los Doce Caños
recogió un día una piedrecilla, pulida como un diamante, y quiso dejarla en la
iglesia donde nadie la pudiera descubrir ni quitar. Para ello, con la
complicidad del campanero, a la hora en que la nave estaba solitaria,
introdujeron, con no poco esfuerzo, la pedrezuela en la boca de una de las
bichas de bronce que sostienen el cuerpo del púlpito del Evangelio, en el crucero
de la Catedral. Bastaba
explorar con el dedo meñique las fauces del pequeño monstruo para tocar allá
adentro el canto de Galdós”. Y ese secreto le fue confiado a Marañón cuando
todavía era un niño. Recuerda Marañón que era tan pequeño entonces que tuvo que
subirse a una silla para poder tocar el “secreto” celosamente guardado entre
esas paredes milenarias. Pero Marañón también aclara en su ensayo que tal
“profana reliquia”, aquel “secreto” compartido, ya no se encuentra en el sitio
donde fue depositado. Marañón se culpa de ello, al reconocer que hizo que la
tocasen demasiadas personas y terminó por desaparecer.
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