Hay quien reconoce la categoría de los restaurantes por su
número de tenedores. A mí eso no me sirve. He visto de todo, restaurantes con
varios tenedores donde sirven comidas poco elaboradas y peor servidas, y otros locales
sin muchas pretensiones donde se come dignamente. Seamos claros: ni todos los
cocineros son artistas en el arte culinario ni la moderna cocina satisface
todos los paladares. El hecho de que España se haya convertido en un importante
país receptor de turistas, de que se vendan más libros de cocina que nunca y de
que en las televisiones se programen hasta el empacho concursos culinarios,
sólo indica que este país dispone de un enjambre de camareros y cocinillas
además de una legión de mal llamados restauradores. El cliente no necesita que
le restauren como si se tratase de una pintura de Francisco Masriera, sino
que le sirvan comida apetitosa en platos redondos, a ser posible blancos, como
se ha hecho toda la vida. En el espacio “El
comidista”, que Mikel López Iturriaga
tiene en El País, se hacía alusión a
pizarras, frascos y lienzos capaces de irrita a cualquier comensal que se
precie”. Recuerdo cuando en un banquete de boda me sirvieron un bistec sobre
una plancha pizarrosa. Su escaso acompañamiento se caía por todos los lados.
Nunca lo entendí. Como bien señala Jordi Luque en ese diario “todo empezó,
diría, que a mediados de los 90. En los restaurantes de las grandes ciudades
españolas empezaron a aparecer rectángulos de pizarra sobre los que se
emplataban las creaciones culinarias. Fue la idea de una mente enferma. Esas
pizarras, además de retrotraernos al Paleolítico pirenaico, dificultaban a los
camareros la tarea de depositarlos y retirarlos de la mesa y no servían para
contener salsas ni jugos, así que los líquidos se desparramaban por el mantel
o, en el peor de los casos, sobre los pantalones o las faldas del comensal,
convirtiendo el ágape en un festival de Cebralín”.
(...) “Con los años he comido sobre todo
tipo de soportes: insidiosas copas de Martini,
tazas de café, rejillas metálicas, nidos de pájaro, linóleos dispuestos sobre
la mesa emulando la superficie, platos escultura salidos de fábulas de Esopo censuradas por el buen gusto, tentáculos
de cefalópodo, barrigas de cerda, diminutas y cursis cestas de freidora…”. Para
aquel que lo desconozca, Cebralín es
un quitamanchas en seco, en spray o en gel, que comercializa Cruz Verde. Algo parecido a aquel
remedio, el K2R de nuestra juventud,
que era peor que la enfermedad, ya que dejaba un círculo feísimo en los
pantalones de tergal donde antes
había una mancha aceitosa. La estupidez de algunos camareros está llegando a
límites insospechados. Cuando el gañán que ejerce de camarero temporal, sin
conocer el oficio y con uñas enlutadas, te sirve un botellín cerveza solicitado, o un
pequeño envase de plástico con agua mineral, suele preguntarte si deseas vaso
con la mayor naturalidad. Como si lo normal consistiese en beber a morro, como
si fueses Clint Eastwood o Meryl Streep en pleno rodaje de “Los
puentes de Madison”. Todavía hay quien pretende hacernos creer que la pala
de pescado tiene la función de alisar la masilla en los cristales de las
ventanas. Así, mal vamos.
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