La columna de Javier
Marías hoy en El País, “Gratitud cada vez más tenue”, me ha
hecho pensar. Noto en el trabajo de Marías un poso de amargura. Dice Marías
llevar tiempo observando cómo ha cambiado la noción de agradecimiento. Y pone
algunos ejemplos personales. “Parece como si los favores no contaran -señala- a
menos que se prolonguen indefinidamente”. Y
pone el ejemplo de Puigemont. “Miren
lo que le pasó a Puigdemont –cuenta- el día en que iba a renunciar a la DUI y a convocar elecciones.
Quienes llevaban dos años jaleándolo y teniéndole gratitud se revolvieron al
instante y lo llamaron traidor porque ya no hacía lo que ellos querían. Cuanto
había hecho con anterioridad se había esfumado. Tanto pánico le dio que acabó
por incurrir en la mayor sandez (bueno, una más de las suyas), y ahí lo tienen,
con la chaveta perdida en Bruselas”. Yo podría contar, también, algún
particular caso de desagradecimiento. Pero, ¿para qué serviría? Con los años,
uno se va dando cuenta de que no ofende el que quiere sino el que puede. Sí, me
sabe mal, por ejemplo, que aun amigo al que siempre habíamos atendido en casa
con multitud de atenciones, no se acordase de nosotros el día en el que le
tocaron diez millones de pesetas en la lotería. No entienda el lector que
estaba esperando un regalo importante como contrapartida a tales atenciones. Ni
mucho menos. Pero sí me hubiera gustado, no sé a mi mujer, que ese amigo
favorecido por la suerte hubiese tenido el detalle de invitarnos a comer aunque
fuese un menú sencillo en un restaurante corriente, sin muchas pretensiones.
¡Qué menos! Si les digo la verdad, como le sucede también a Marías, nunca
dejaré de hacer favores si están en mi mano. Como al ilustre escritor, tampoco
espero que me los devuelvan. Pero, como le sucede también a él, sí que me den las gracias, cosa que tampoco
sucede.
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