lunes, 18 de marzo de 2019

Tenemos lo que merecemos




Es un hecho que los pueblos de España se están quedando sin gente. Un ejemplo claro lo tenemos en Aragón, con una superficie de 47.720 kilómetros cuadrados y una población de 1.316.000 habitantes, equivalentes a 28 habitantes por kilómetro cuadrado y un paro aproximado al 11 % de la población activa. Pero hay que hacer una consideración importante: la mitad de esa población (700.000 habitantes) vive en Zaragoza. El abandono progresivo del campo, a partir de principios de los años 60, fue la causa principal de esa diáspora. Leyendo el “Madoz” podemos hacer una comparativa de cómo pueblos que a mediados del siglo XIX tenían 2.000 habitantes cuentan en la actualidad con apenas 300 vecinos, o menos. Pero ello no quiere decir que a principios  del siglo XX en la meseta castellana, por poner un ejemplo, se viviese con mejor calidad de vida. Basta con leer a Azorín para hacernos una idea de cómo andaba el aceite del candil de la piel de toro. En su artículo “Los árboles y el agua”, de 1904, firmado en el diario España,  Azorín, que durante un viaje en ferrocarril había estado leyendo el libro “La crisis en España”  del entonces exdiputado a Cortes, Elías de Molíns, comentaba: “¿Qué remedios propone? ¿Cuáles son los planes que el autor lanza para una palingenesia del país? Cuando llegamos al término de nuestro viaje, tal vez a un pueblo vetusto de Toledo, o de Ciudad Real, o de Albacete, o de Valladolid, o de Burgos, o de León; cuando recorremos las viejas calles, tortuosas, sórdidas; cuando paseamos por la ancha, silenciosa, desierta plaza, por la que cruza de tarde en tarde un galgo ahilado o un mendigo con recia y parda capa; cuando entramos y salimos en el mesón  -este mesón del Gallo, o del Sol, o de las Ánimas-; cuando pasamos largas horas en el Casino contemplando estas caras, opacas , inexpresivas, cetrinas melancólicas, anheladoras, de los viejos  y extáticos hidalgos; cuando, por fin, cansados de ir y venir por la ciudad, haciendo que nuestros pasos solitarios resuenen sonoramente en las aceras, nos asomamos al campo y columbramos la llanura infinita, rojiza, seca, monótona, desamparada, una sola obsesión, abrumadora, tenaz, pesa sobre nuestro espíritu agobiado”·  El argentino Alfredo Moffatt  hacía referencia a tres soledades: la soledad urbana como incomunicación, la soledad como depresión clínica y la soledad necesaria para construir el diálogo interno como individuación. La primera de ellas se da en las grandes ciudades con el hacinamiento y el “autoarresto domiciliario” a falta de mejor cosa que hacer. También en las pequeñas aldeas, donde la rutina del “aquí nunca pasa nada” termina por hacerse insoportable. Como apuntaba Azorín, además, en muchas pequeñas comunidades españolas existe una rara aversión al árbol. Y ponía el ejemplo de Villanueva de los Infantes, donde hay –decía- huertas exuberantes pero faltan árboles. Azorín citaba a Guillermo Bowles y a su “Introducción a la historia natural y a la geografía física de España” (segunda edición, 1782, p. 287): “El algunos lugares de Campos -escribió Bowles- hay un grande olmo o algún nogal solo y aislado cerca de la iglesia. Que es indicio seguro de estar el agua no lejos de la superficie…”.  (…) “Como aquel árbol se ha criado con tanto desabrigo y tan expuesto a la inclemencia, se podrían criar otros muchos y hacer un país ameno del que ahora es el más pelado de la Europa; pero no será fácil conseguirlo, porque aquellas gentes aborrecen los árboles, diciendo que sólo les servirían para multiplicar los pájaros, que les comen el trigo y la uva”. Y, así, amigo lector, no vamos a ningún sitio.

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