Manuel
Bohórquez cuenta en El
Correo de Andalucía que ya no está bien visto cantar fandangos o trianeras
en los bares de Sevilla a partir de las doce de la noche. Que los tiempos han
cambiado y que la gente que vive en sus proximidades necesita descansar. Y pone un ejemplo de cómo
han cambiado las cosas. Lo que cuenta parece triste, y lo es: “El Niño de Fregenal, el Gordito de Triana, Antonio Sanlúcar o el Niño
de Arahal se iban cada noche a la Venga
Vega, en la carretera de Cádiz –más o menos frente al Hospital Militar–,
para que un señorito les pusiera el puchero del día siguiente. No se me olvidará
jamás la noche en que vi al guitarrista Antonio Sanlúcar, el hermano del gran Estéban Sanlúcar, durmiendo con la
cabeza echada en la barra de madera de esta popular venta a la espera de que lo
mandaran a un cuarto para entretener a algún borracho, de esos que iban con sus
putitas y todo. Esto fue a mediados de los setenta. Un artista de la guitarra
que acompañó a La Macarrona, Chacón y el Niño de Escacena en la capital de España en los años veinte, trabajando en un bar de carretera a cambio de
unas monedas”. Eran tiempos en los que había que ganarse la vida de la forma
que fuese. El señorito mandaba y el cantaor cantaba. No había vuelta de hoja.
Es difícil matar el hambre cantando para el disfrute de ciertos tipejos
nocherniegos a fuer de rasgueos de
guitarras y de cantes jondos que brotan de la oficina de las tripas como un
quejido famélico; porque allí, en los adentros del artista, se cocinan los
peores sinsabores con cada retortijón.
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