Afirmaba Camilo
José Cela que el único libro que no tiene punto y final es el del Registro
Civil. Cierto. Existe una medida que computa desde la primera palabra en el
inicio de un relato breve, o en una novela, hasta que llega a su punto y final por
largo que sea y que viene a corroborar
aquel dicho por los lugareños de la vega de Gallur: “hasta aquí llegó la
riada”. Los pesos y medidas de los libros van en función directamente
proporcional a la cantidad de letras que contienen en su interior. No es lo
mismo, por ejemplo, leer el microrrelato de Augusto Monterroso: “Cuando
despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, que embarcarse en la lectura
de “Ulises”, de James Joyce, que es sólo la continuación de un punto y aparte, o
sea, de “Retrato del artista adolescente”. Todo indica, sin embargo, que en
el Registro Civil habrá un día, no se sabe cuándo, que habrá un punto y final.
De hecho, en los registros parroquiales de muchas aldeas se puso el puto y
final hace ya décadas en lo referente a
bodas y bautismos . Los pocos nacimientos que se producen tienen lugar en los
hospitales de las cabeceras de comarca, que es también el lugar adonde acuden
los ancianos a operarse de cataratas para poder seguir viendo después de la
siesta la pésima televisión regional, o las estelas de los aviones rompiendo un
cielo difícilmente azul, o los vehículos que circulan por una carretera infame
sin detenerse un instante. Volvemos a la época de cupo y escasez. Sabemos que
Teruel existe por el último eslogan propagandístico de Ikea. Y los gorriones, ¿dónde se han marchado? Se fueron vestidos
de marrón huyendo de algo por los oscuros espacios de sombra descolgada, y la
calle atardeciendo.
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