martes, 26 de marzo de 2019

Elogio y nostalgia de Sevilla



Recuerdo durante mis largas estancias en Sevilla que observaba a los vencejos, a las golondrinas acharoladas y a los aviones con el obispillo teñido de blanco volando sobre el Guadalquivir y como flotando sobre un cielo muy esplendente y cerúleo, cada vez que atravesaba el Puente de Triana para dirigirme a la oficina de la calle Imagen. Hace muchos años ya desde mi última estancia por motivos laborales. No sé cómo estará ahora. La imagino igual que entonces. Permanecerá, supongo,  el balcón de la calle Velázquez, donde en la primera planta del número 8 se asomaba entre visillos la dulce Lenona por ver pasar a su enamorado (ay, siempre esperó su regreso tras su marcha) cada tarde camino del taller de Antonio Cabral Bejarano. No sé, todo muda de aires. Hasta la remembranza se vuelve dispareja, como me sucedía viendo aquellas películas en “todd-AO” con objetivo de gran angular. Los vencejos, las golondrinas y los aviones seguirán trenzando cabriolas sobre un soplo de corriente en el ocaso, como si danzasen al ritmo de una armonía como salida del atrio abacial de Santa Inés, donde las hermanas franciscanas clarisas se encontraban a punto de irse a dormir cansadas de las retahílas de gorigoris y de elaborar dulces para ayudar a sostener los gastos de un monasterio del siglo XVII con el sosiego necesario y grandes dosis de dignidad. Sobre  la reja del coro permanecerá el retrato de doña María Coronel y tras la tupida reja del soto-coro seguirá la urna con su cuerpo incorrupto; y muy cerca, el órgano de maese Pérez. En sus añosos hornos se seguirán cocinando exquisitos dulces: tortitas de aceite, cortadillos,  bollitos de Santa Inés, magdalenas, roscos, polvorones… Sevilla tiene luz. Sevilla luce aviones, golondrinas y vencejos, que saludarán al viajero que acarree una abultada maleta en busca pupilaje y, también, al que viva de milagro en el embrollo de una urbe donde siempre le mirará esquiva la Giralda, que es como una doncella  ataviada con faralaes, peineta de carey y caracolillo sobre la frente, no sabemos a quién eternamente esperando.

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