domingo, 17 de marzo de 2019

Recuerdos arrebujados



En  “La arquitectura del tontolaba”,  Álvaro Romero, dentro de las páginas de El Correo de Andalucía, hace referencia a cómo se vivía en la época de los calores en aquellas afortunadas casas que disponían de patio. “Mi abuela –señala Romero- abría la puerta de la calle y la del patio del limonero y se sentaba en una mecedora a tomar la débil corriente del fresco que se apiadaba de su generación cuando no existían los aires acondicionados y a ella le molestaba el runrún del ventilador y su factura. Mi abuelo, más al fondo de la casa, hacía lo propio con la puerta del patio que tenía delante de la salita -donde paraban él y la eterna estampa de san Antonio- y la puerta del corral, mientras sacaba del pozo el cubo de latón donde había refrescado los higos chumbos que mondaba con una precisión de cirujano dándole tres cortes perfectos con la misma navaja que usaba por la mañana en la vendimia”. Claro, para eso había que vivir en un pueblo, mirar más la posición del sol en el horizonte que el reloj de bolsillo, no tener estrés y disponer de un botijo de aquellos que sudaban a la sombra sobre un plato blanco de loza. Para eso, había que tener un corral con gallinas; una radio de válvulas por donde salía la voz  engolada que daba el “parte”;  disponer de  una moto Guzzi Hispania de aquellas con el cambio de marchas en el depósito de gasolina para recorrer caminos polvorientos;  un huertecillo que cuidar; y saber liar cigarrillos de petaca. Para eso, había que tener puestos pantalones de mil rayas y sombrero de fieltro de ala ancha y plana y copa cilíndrica y alta, que son los de paseo; orejuela de tísico para escuchar en una vieja gramola la voz de Juan Pantoja, o los “soníos” negros de Manuel Torre, que en realidad se llamaba Manuel Soto Loreto, y que descansa a pocos metros de José Ortega Gallo en el cementerio de Sevilla. Todo cambia. Ahora los pueblos se vacían de niños y los viejos que van quedando se reúnen en corros mañaneros para hablar de las pensiones y de sus achaques. Sólo queda un vago sabor a sueños mutilados,  el sonido mudo de silencios dilatados y los recuerdos arrebujados, siempre resonando.

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