domingo, 24 de mayo de 2020

El anillo de Polícrates

Decía Eduardo Mendoza que este no es un país pobre. Este es un país de pobres. En un país pobre, cada cual se arregla como puede, con lo que tiene. Aquí uno cuenta lo que tiene y lo que deja de tener sin que nadie le pregunte. A mi entender, se vive de tejas para afuera y eso nos mata. En los pueblos ya no se sabe muy bien si hay deseos de marcharse o ganas de quedarse. Las personas son como los árboles, que a determinada edad ya no pueden ser transplantados. Cuando yo era niño, recuerdo que la diversión de los lugareños ociosos consistía en colocarse cerca de la carretera o en la terraza del único bar y casa de comidas (los lugareños decían “el restaurant”) para ver pasar automóviles en dos direcciones, ora hacia Madrid, ora hacia Barcelona; y, de paso, poder prestar atención a los clientes que hacían un alto en el camino para llenar la andorga. Otros vecinos preferían sentarse en el interior del bar, para tomar café y ver la televisión. Daba igual el programa que pusiesen en la única cadena que entonces existía: un informativo leído por un serio locutor,  un programa soporífero a mayor gloria del Caudillo, o un telefilm infame con doblaje portorriqueño. Las ondas hertzianas desplegaban sobre el televidente un raro poder capaz de producir modorra y paliar la sensación de soledad. A los clientes del comedor no se les veía. Quedaban tapados por un biombo. Sólo se escuchaban murmullos y alguna carcajada. Pero desde la cocina hasta aquel habitáculo utilizado como refectorio desfilaba por el pasillo estrecho una camarera-gancho de carnes apretadas y escote de barco con platos llenos y vacíos de los comensales, en su mayoría camioneros y viajantes de comercio al por mayor y al detall, que a nadie dejaba indiferente. Los lugareños sólo conocían el comedor de cuando habían sido invitados en algún banquete de boda o en algún servicio de lunch con motivo de una comunión. En este país de pobres siempre hubo un permanente estado de insatisfacción incluso cuando se debería estar satisfecho. Es lo que los psicólogos definen como síndrome de Polícrates, ideado por Freud y referido aquel tirano de Samos que temía que los dioses castigasen su excesiva felicidad. De nada sirve tirar el anillo de Salomón al agua, como hizo Polícrates, en un vano intento de aplacar a esos dioses. Siempre volverá el anillo a la playa vomitado por un pez.

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