Decía Eduardo
Mendoza que este no es un país pobre. Este es un país de pobres. En un país
pobre, cada cual se arregla como puede, con lo que tiene. Aquí uno cuenta lo
que tiene y lo que deja de tener sin que nadie le pregunte. A mi entender, se
vive de tejas para afuera y eso nos mata. En los pueblos ya no se sabe muy bien
si hay deseos de marcharse o ganas de quedarse. Las personas son como los
árboles, que a determinada edad ya no pueden ser transplantados. Cuando yo era
niño, recuerdo que la diversión de los lugareños ociosos consistía en colocarse
cerca de la carretera o en la terraza del único bar y casa de comidas (los
lugareños decían “el restaurant”)
para ver pasar automóviles en dos direcciones, ora hacia Madrid, ora hacia
Barcelona; y, de paso, poder prestar atención a los clientes que hacían un alto
en el camino para llenar la andorga. Otros vecinos preferían sentarse en el
interior del bar, para tomar café y ver la televisión. Daba igual el programa
que pusiesen en la única cadena que entonces existía: un informativo leído por
un serio locutor, un programa soporífero
a mayor gloria del Caudillo, o un
telefilm infame con doblaje portorriqueño. Las ondas hertzianas desplegaban
sobre el televidente un raro poder capaz de producir modorra y paliar la
sensación de soledad. A los clientes del comedor no se les veía. Quedaban
tapados por un biombo. Sólo se escuchaban murmullos y alguna carcajada. Pero
desde la cocina hasta aquel habitáculo utilizado como refectorio desfilaba por
el pasillo estrecho una camarera-gancho de carnes apretadas y escote de barco
con platos llenos y vacíos de los comensales, en su mayoría camioneros y
viajantes de comercio al por mayor y al detall, que a nadie dejaba indiferente.
Los lugareños sólo conocían el comedor de cuando habían sido invitados en algún
banquete de boda o en algún servicio de lunch con motivo de una comunión. En
este país de pobres siempre hubo un permanente estado de insatisfacción incluso
cuando se debería estar satisfecho. Es lo que los psicólogos definen como síndrome de Polícrates, ideado por Freud y referido aquel tirano de Samos
que temía que los dioses castigasen su excesiva felicidad. De nada sirve tirar
el anillo de Salomón al agua, como
hizo Polícrates, en un vano intento
de aplacar a esos dioses. Siempre volverá el anillo a la playa vomitado por un
pez.
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