La combinación de dos preposiciones propias, en el
caso de “a por” siempre fue corregida por un profesor que tuve en mi
juventud. Aquel docente me decía que en el lenguaje culto se evitaba la
preposición“a”. Pero yo, que presumo de
terco como buen aragonés, siempre mantuve que diciendo “a por” sedisipaban ambigüedades.
Veamos un ejemplo: Si yo digo “voy por mi
padre” fomento la duda entre si “voy
a buscar a mi padre” o “voy porque me
lo ha pedido mi padre”. Por esa razón, el “a por” tiene su justificación, como defendía Julio Casares, por evitar anfibología (disemia); es decir, esa
figura retórica que consiste en emplear una o varias palabras con doble
sentido. Pero antes de que ese docente me corrigiera, o sea, siendo niño,
recuerdo que el maestro tenía sobre su mesa un timbre de esos de apretar un
botón en la parte superior, muy parecido a los que suele haber en los
mostradores de las recepciones de los hoteles. Daba una leve llamada de
atención, un toquecito como de timbre de bicicleta, cada vez que se presionaba
con la palma de la mano. Algunas veces, en ausencia breve del maestro,
me gustaba apretar aquel botón y mirarlo por debajo en un vano intento de poder
observar su mecanismo. Pero en la parte inferior no se veía nada, excepto un
pequeño sello en el que podía leerse “timbre
a metálico”. No entendía su significado. En mi cortedad de niño siempre
supuse que le sobraba la “a”, ya que
entendía que debería poner “timbre
metálico”, que es lo que en realidad se presentaba ante mis ojos. Tuve que
hacerme mayor para poder comprender qué era eso de los timbres, los papeles de
pagos del Estado, las pólizas y demás zarandajas, indispensables cada vez que
te acercabas a la ventanilla de un funcionario con cara de pocos amigos. Pues
eso, el "timbre a metálico"
lo pagaba el
consumidor cada vez que adquiría un timbre metálico, una estilográfica, o
una bigotera, en una papelería. Era el peaje necesario, velis nolis, para
poder sacarlos de la tienda.
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