Hay libros muy difíciles de encontrar por los más
diversos motivos. Bien porque se hicieron tiradas cortas, o porque no
interesaban a casi nadie. Estos días de confinación en casa decretada por el
Gobierno lo he pasado bien releyendo diversas cosas, entre ellas uno de esos
raros ejemplares agotados. Se trata de “Santander
fin de siglo”, escrito por José
María Gutiérrez- Calderón de Pereda, conprólogo de Vicente de Pereda,
ilustraciones de E. Cortiguera, y
donde a mayor abundamiento se incluyen cuatro páginas de música. Es una edición
en rústica de 226 páginas, publicada en 1935 en Santander por Ediciones Literarias Montañesas. Todas
las anécdotas descritas por Gutiérrez-Calderón se centran, como puede
comprenderse, en la ciudad de Santander, entonces integrada dentro de la región
de Castilla la Vieja. No cabe duda de que, para entender aquella etapa
rocambolesca nada como leer untomode 660 páginas, “Santander 1875-1930”, de Rafael
Gutiérrez-Colomer Sánchez, que a nadie deja indiferente. Pues bien,
Gutiérrez Calderón va directo a la anécdota; y, así, en la página 157 de su
libro, tiene un capítulo que titula “Manuel
García”, relacionado con las primeras repatriaciones en 1898, terminada la
guerra de Cuba. Gutiérrez-Calderón hace referencia a un amigo suyo, llegado de
esa isla del Caribe, y que se dedicaba diariamente a leer con mucha atención el
rol de pasajeros que llegaba en cada vapor; es decir, el“Antonio
López”, el “Ciudad de Cádiz”, el “Colón” y alguno más, todos ellos de Compañía Transatlántica Española. Pero
lo que más le llamaba la atención a aquel amigo curioso de Gutiérrez-Calderón
era que en todas las listas de embarque aparecía el nombre de Manuel García. No salía de su asombro.
Manuel García llegaba en todos los vapores. Los hombres desembarcaban con una
rara indumentaria: “abrigo negro de los llamados carric, pantalón blanco,
zapatillas, y cubriendo su cabeza con un sombrero anticuado o un jipijapa. Su
equipaje: un baúl de mayor o menor tamaño según la categoría del viajero, una
mecedora de rejilla plegada, una jaula con un loro, un paquete de cajas de
dulce de guayaba de “La Tomasita” y
unas cajas de puros de Vuelta Abajo”. Cuenta Gutiérrez-Calderón: “Continuaron
los “correos” [vapores] desembuchando pasajeros en Santander, entre los que
nunca faltaban los repatriados, que, después de los sinsabores del viaje,
deseaban pisar tierra firme y reponerse en lo posible de lo malo pasado, y los
llamados ‘cubanos’, ‘habaneros’ o ‘agapitos’, gentes éstas de edad madura, pocos recursos económicos,
cara macilenta muchas veces, no siempre bien de salud y ansiosos de llegar a
los hogares que, en tiempos de mocedad, abandonaron, esperando encontrar en la
Perla de las Antillas los pesos fuertes, que por ninguna parte aparecieron”.
(…) “Pues bien, uno de esos días…, en la entrada del puerto, un “correo” estaba
amarrado en la llamada ‘boya de los
correos’-los trasatlánticos no atracaban entonces-, en donde iba alijando
su pasaje en la multitud de botes, lanchas, remolcadores y pequeñas
embarcaciones que le rodeaban…, y había numerosos curiosos presenciando el
desembarque y bastantes pasajeros que, desembarcados ya, esperaban que sus
compañeros saltasen a tierra…, uno de ellos estaba pendiente de una monumental
sombrerera de cartón, forrada con papel blanco. En sitio bien visible [de
aquellas sombrereras] estaba escrito con tinta y grandes letras el nombre del
sombrerero cubano: “Manuel García”.
Se había despejado el misterio.
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