domingo, 24 de mayo de 2020

"Manuel García"

Hay libros muy difíciles de encontrar por los más diversos motivos. Bien porque se hicieron tiradas cortas, o porque no interesaban a casi nadie. Estos días de confinación en casa decretada por el Gobierno lo he pasado bien releyendo diversas cosas, entre ellas uno de esos raros ejemplares agotados. Se trata de “Santander fin de siglo”, escrito por José María Gutiérrez- Calderón de Pereda, con  prólogo de Vicente de Pereda, ilustraciones de E. Cortiguera, y donde a mayor abundamiento se incluyen cuatro páginas de música. Es una edición en rústica de 226 páginas, publicada en 1935 en Santander por Ediciones Literarias Montañesas. Todas las anécdotas descritas por Gutiérrez-Calderón se centran, como puede comprenderse, en la ciudad de Santander, entonces integrada dentro de la región de Castilla la Vieja. No cabe duda de que, para entender aquella etapa rocambolesca nada como leer un  tomo  de 660 páginas, “Santander 1875-1930”, de Rafael Gutiérrez-Colomer Sánchez, que a nadie deja indiferente. Pues bien, Gutiérrez Calderón va directo a la anécdota; y, así, en la página 157 de su libro, tiene un capítulo que titula “Manuel García”, relacionado con las primeras repatriaciones en 1898, terminada la guerra de Cuba. Gutiérrez-Calderón hace referencia a un amigo suyo, llegado de esa isla del Caribe, y que se dedicaba diariamente a leer con mucha atención el rol de pasajeros que llegaba en cada vapor; es decir, el  “Antonio López”, el “Ciudad de Cádiz”, el “Colón” y alguno más, todos ellos de Compañía Transatlántica Española. Pero lo que más le llamaba la atención a aquel amigo curioso de Gutiérrez-Calderón era que en todas las listas de embarque aparecía el nombre de Manuel García. No salía de su asombro. Manuel García llegaba en todos los vapores. Los hombres desembarcaban con una rara indumentaria: “abrigo negro de los llamados carric, pantalón blanco, zapatillas, y cubriendo su cabeza con un sombrero anticuado o un jipijapa. Su equipaje: un baúl de mayor o menor tamaño según la categoría del viajero, una mecedora de rejilla plegada, una jaula con un loro, un paquete de cajas de dulce de guayaba de “La Tomasita” y unas cajas de puros de Vuelta Abajo”. Cuenta Gutiérrez-Calderón: “Continuaron los “correos” [vapores] desembuchando pasajeros en Santander, entre los que nunca faltaban los repatriados, que, después de los sinsabores del viaje, deseaban pisar tierra firme y reponerse en lo posible de lo malo pasado, y los llamados ‘cubanos’, ‘habaneros’ o ‘agapitos’, gentes éstas de edad madura, pocos recursos económicos, cara macilenta muchas veces, no siempre bien de salud y ansiosos de llegar a los hogares que, en tiempos de mocedad, abandonaron, esperando encontrar en la Perla de las Antillas los pesos fuertes, que por ninguna parte aparecieron”. (…) “Pues bien, uno de esos días…, en la entrada del puerto, un “correo” estaba amarrado en la llamada ‘boya de los correos’-los trasatlánticos no atracaban entonces-, en donde iba alijando su pasaje en la multitud de botes, lanchas, remolcadores y pequeñas embarcaciones que le rodeaban…, y había numerosos curiosos presenciando el desembarque y bastantes pasajeros que, desembarcados ya, esperaban que sus compañeros saltasen a tierra…, uno de ellos estaba pendiente de una monumental sombrerera de cartón, forrada con papel blanco. En sitio bien visible [de aquellas sombrereras] estaba escrito con tinta y grandes letras el nombre del sombrerero cubano: “Manuel García”. Se había despejado el misterio.

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