Estos días, por el confinamiento obligado por el
Gobierno a causa del coronavirus nadie puede salir de casa. Y, si acaso, sólo
podemos viajar con la imaginación o leyendo libros. En Semana Santa, por
ejemplo, es buen momento para volver a leer sin prisa el “Viaje a la Alcarria”, de Cela,
o “El Nuevo Viaje de España. La ruta de
los foramontanos”, de Víctor de la
Serna. Los viajes eran bonitos cuando los trenes paraban en todas las
estaciones y las carreteras pasaban en medio de los pueblos. Se tardaba más en
llegar al destino pero, a cambio, se gozaba observando el trajín de viajeros en
los andenes, cargados con maletas muy pesadas y despidiéndose de la llorosa
familia como cuando un recluta se iba a la guerra de África sin saber si iba a
volver. Ese placer de los viajes se ha perdido con los aviones, los trenes de
alta velocidad y las autopistas de peaje. Se llega a destino sin apenas darse
uno cuenta, pero se pierde el encanto de aquellos interminables trayectos en
los que, al menos yo, me apeaba delo tren lleno de carbonilla y con mucha sed.
En el vagón dejaba olvidado el casco vacío de un refresco que había comprado en
una cantina de estación, aprovechando que el tren había parado diez minutos
para echar agua al depósito de la locomotora. En el Nuevo Viaje de España, el hijo de Concha Espina hace referencia a un trayecto en carretera que le
dejó entusiasmado. Cuenta en su libro dedicado a los ingenieros de Montes en
1955, publicado por Prensa Española
en 1959 y prologado por Gregorio Marañón,
una de sus etapas, desde Tordesillas a Zamora, pasando por Toro, “esa línea que
-como él señala- corre recta por el paralelo, casi da frío”. Pues bien, así lo
describe: “Entre Tordesillas y Toro ocurre un acontecimiento que es una lástima
que sólo se presencie un par de semanas al año. Valía la pena de organizar
caravanas para verlo. Se trata de que entre el kilómetro 3 y el kilómetro 19 de
la carretera que va de Tordesillas a Zamora, es decir, durante 16 kilómetros,
la carretera está bordeada por los árboles más inesperados y menos carreteros
que uno se podía imaginar: por almendros”. En una nota al pie, Víctor de la
Serna aclara que esa avenida de almendros fue plantada en 1912 por el ingeniero
de la Jefatura de Obras Públicas de Valladolid, José Suárez Leal y que los almendros procedían de un vivero de
Morales de Toro que poseían Agustín
García Rico, agricultor, y Francisco
Villar, según datos que le proporcionó Gregorio
Conejo Salgado, administrador de la finca que en Villaester poseían los marqueses de Velasco. Por aclarar:
existen dos Villaester, de Arriba y de Abajo, dentro de la provincia de
Valladolid, ambos pertenecientes al municipio de Pedrosa del Rey. Se cuenta que
en Pedrosa del Rey, Juan Martín Díez,
más conocido por El Empecinado, se
topó el 20 de agosto de 1809 con una columna francesa a la que puso en fuga
hacia Morales de Toro. El jefe de aquella columna hirió de un disparo en el
brazo al guerrillero español; y éste, furioso y dolorido, mató al gabacho
machacándole la cabeza con una piedra. Posteriormente, El Empecinado fue curado
de su herida por un médico de Tordesillas. Estos días de confinamiento obligado
por la pandemia también son ideales para leer a Galdós. Nunca defrauda.
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