Nos movemos a impulsos cerebrales, trocándonos
sensibles ante un tirabuzón, unas leves gotas de lluvia, un hijo llegado al
mundo sin avisar o una vieja melodía… Puede que el día en que aprendamos a
dosificar las sorpresas tendremos algo más claro nuestro futuro. A mi entender
existen dos clases de individuos: los que creen en la utopía y el resto. Hacer
versos de pie quebrado en un congreso de viajantes, vender “iguales para hoy”
sin ser ni siquiera tuerto, o bailar el fox-trot
ante un espejo colonial vestido de bombero, son circunstancias incómodas para
aquellos que todavía abrigan la firme creencia, no sé si incontrovertible, de
que tres y dos son cinco. La inmensa legión de hombres de provecho, como se
daba en llamar hace unas décadas a la gente de orden que vivía de una modesta
nómina, no cree en la utopía ni comprende al suicida ni al herbolario ni al funambulista
ni al estrafalario ni al bebedor de litronas ni al fotógrafo que roba paisajes
sin pagar un canon de coincidencia. Por el contrario, aquellos pocos
desenganchados, que entienden la utopía como algo universal y progresivo, nunca
osarían proponer colocar taxímetro en el chichi a las señoras que hacen la
carrera ni escapularios en el pecho a
las Hijas de María ni llevarían a cabo continuos concursos de bailes y cantos
regionales para autodemostrar su acendrado amor a la patria chica. Las banderas
de los balcones compradas a los chinos, que aparecieron como setas un primero
de octubre coincidiendo con la algarabía catalana, y que quedó como la espuma
reposada de una birra de cerveza, han perdido la color, y los salvapatrias se
parapetan tras las mesas de despacho haciendo labor de zapa a la espera de
mejor momento para no sabemos qué. Los pocos agricultores que van quedando en
nuestros olvidados pueblos, en eso que ahora se ha dado en llamar la “España
vaciada”, como bien señaló Miguel Delibes
hace ya mucho tiempo, “están habituados a vivir de su trabajo y esa política de
sentarse y extender la mano para recibir subvenciones no les satisface”. Es
posible que en contra de esa desazonadora política comunitaria coincidan los
ciudadanos utópicos y los que no lo son. Y en estas estamos ahora, confinados en
nuestras casas a la espera de que ese cuélebre
chiquito pero matónque llaman
coronavirus se marche silente por donde llegó, que aquí, pues ya ve usted, ni se muere
ni cenamos.
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