lunes, 27 de febrero de 2017

Casa Procopio, atención al cliente





El cura sin nombre, el cronista no recuerda su nombre, obligó a la única casa de comidas que existía en aquel pueblo a poner un cartel que dijera “Hoy es día de cuaresma”, todos los viernes siguientes al Miércoles de Ceniza y hasta pasada la Semana Santa. Pero el dueño del establecimiento, Procopio Galerón, alias Cruschev, que fue soldado raso en la División Azul, no estuvo nunca de acuerdo con esa orientación a los comensales, generalmente camioneros que hacían un alto en sus rutas, aprovechaban para surtirse de gas-oil por Belfast, o sea,  Perico Durango,   y también viajantes en comercio cansados de caminar con su muestrario dentro de en un maletín y que cada quincena hacían hora en el banco del andén hasta la llegada del correo mixto de Madrid-Valladolid, que se partía en Ariza. Unos viajeros iban camino de Santa María de Huerta, y otros, de Coscurita. Los vagones de Valladolid eran los tres de cola. Al cura sin nombre le gustaba poner avisos, que eran como bandos sugerentes emitidos por los funcionarios del Cielo, celosos en preservar la moral y las buenas costumbres en su feligresía. Aquel cura sin nombre fue muy criticado por la vecindad cuando en cierta ocasión envió a dos monaguillos de jornada para que colocasen un aviso en la puerta del cine, advirtiendo a aquellos que pasasen por taquilla que la película que se proyectaba, “Las noches de Cabiria”, era pecaminosa por su alto contenido inmoral. La protagonista era una meretriz. Pero aquella tarde se llenó la sala de proyección y el cura se vio obligado a tener que amonestar a los feligreses en una posterior homilía durante la misa del domingo, aclarando a los presentes en la iglesia que la advertencia de que no de debería ver esa película le había llegado mediante un oficio de monseñor Manuel Hurtado y García, obispo de Tarazona, y que él desconocía el argumento. Procopio Galerón vio la película de Fellini, le pareció encantadora Giulietta Masina. El  personaje de Cabiria le hizo soltar una lágrima gorda en su butaca de madera cuando un tipo sin escrúpulos se aprovechó de ella y le quitó sus ahorros. Procopio Galerón no tuvo en cuenta el recordatorio del cura, cuyo nombre no recuerda el cronista, y siguió ofreciendo los menús acostumbrados. A nadie se le impedía poder pedir en lo que entonces se llamaba  menú turístico carne o pescado, garbanzos de vigilia o macarrones al gratén, fruta del tiempo y delicias de manzana con crema franchipán; que, dicho sea de paso, fue creada en la Casa Otaegui de San Sebastián, entonces gobernada por Emilia Malcorra a principios del siglo XX. Porque la casa de comidas de Procopio Galerón, Casa Procopio, también disponía de carta, de servicio de barra y de juego de la rana, que siempre fue labor de puntería, destreza y pulso.

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