El cura sin nombre, el cronista no recuerda su nombre,
obligó a la única casa de comidas que existía en aquel pueblo a poner un cartel
que dijera “Hoy es día de cuaresma”,
todos los viernes siguientes al Miércoles de Ceniza y hasta pasada la Semana Santa. Pero
el dueño del establecimiento, Procopio
Galerón, alias Cruschev, que fue
soldado raso en la División Azul,
no estuvo nunca de acuerdo con esa orientación a los comensales, generalmente
camioneros que hacían un alto en sus rutas, aprovechaban para surtirse de
gas-oil por Belfast, o sea, Perico
Durango, y también viajantes en
comercio cansados de caminar con su muestrario dentro de en un maletín y que
cada quincena hacían hora en el banco del andén hasta la llegada del correo
mixto de Madrid-Valladolid, que se partía en Ariza. Unos viajeros iban camino
de Santa María de Huerta, y otros, de Coscurita. Los vagones de Valladolid eran
los tres de cola. Al cura sin nombre le gustaba poner avisos, que eran como
bandos sugerentes emitidos por los funcionarios del Cielo, celosos en preservar
la moral y las buenas costumbres en su feligresía. Aquel cura sin nombre fue
muy criticado por la vecindad cuando en cierta ocasión envió a dos monaguillos de
jornada para que colocasen un aviso en la puerta del cine, advirtiendo a
aquellos que pasasen por taquilla que la película que se proyectaba, “Las noches de Cabiria”, era pecaminosa
por su alto contenido inmoral. La protagonista era una meretriz. Pero aquella
tarde se llenó la sala de proyección y el cura se vio obligado a tener que
amonestar a los feligreses en una posterior homilía durante la misa del
domingo, aclarando a los presentes en la iglesia que la advertencia de que no
de debería ver esa película le había llegado mediante un oficio de monseñor Manuel Hurtado y García, obispo de
Tarazona, y que él desconocía el argumento. Procopio Galerón vio la película de
Fellini, le pareció encantadora Giulietta Masina. El personaje de Cabiria le hizo soltar una lágrima gorda en su butaca de madera
cuando un tipo sin escrúpulos se aprovechó de ella y le quitó sus ahorros.
Procopio Galerón no tuvo en cuenta el recordatorio del cura, cuyo nombre no
recuerda el cronista, y siguió ofreciendo los menús acostumbrados. A nadie se
le impedía poder pedir en lo que entonces se llamaba menú
turístico carne o pescado, garbanzos de vigilia o macarrones al gratén,
fruta del tiempo y delicias de manzana con crema franchipán; que, dicho sea de
paso, fue creada en la Casa Otaegui de San
Sebastián, entonces gobernada por Emilia
Malcorra a principios del siglo XX. Porque la casa de comidas de Procopio
Galerón, Casa Procopio, también
disponía de carta, de servicio de barra y de juego de la rana, que siempre fue
labor de puntería, destreza y pulso.
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