Doña Elvira era comprensiva con Miguelito Laredo, alias Camagüey,
y le eximía del precio de la entrada aún pasando por alto que fuera soltero.
Los mozos tenían que abonar cincuenta pesetas en la taquilla sin excusa ni
pretexto, pero Miguelito Laredo, alias Camagüey no, que hacía gasto, al
contrario que aquellos gañanes de baja estofa que sólo pretendían restregar la
cebolleta a palo seco y sin la ayuda de nadie, que ya se valían ellos solos si
las jóvenes se dejaban, que alguna de ellas se dejaba a fuer de insistir con
falsas promesas. Pero las jóvenes iban al baile todos los domingos y fiestas de
guardar muy bien aleccionadas por sus madres, que no les consentían arrimarse
bailando el fox-trot, el tango, el bolero, o la mazurca. Aquellas madres de
entonces siempre evitaban que sus hijas pudieran ponerse cachondas con el meneo
del bugui, o de la yenka, o quedarse preñadas en una era, el lugar del monte
adonde acudían las parejas a echar un quiqui, aplicándose en la técnica de un
rápido mete y saca. La juventud femenina de aquel pueblo era de natural
agradecido y se conformaba con sólo poder sentir el dedo índice del amante en
el corazoncillo de su potorro, que lo substancial era saber medir el gusto con
discernimiento y sin correr otros riesgos que los inevitables, también sorteando
que alguien lograse distinguirles y describírselo más tarde a las harpías de
tres hopos que no se les separaba jamás del cuerpo. Las mismas comadres que
aquella aciaga tarde lucían peineta, traje de chaqueta negro, zapatos de medio
tacón y rosario de alpaca entre los dedos, frenadas detrás del podio
procesional en medio de la rambla y sobrellevando con mohíno estoicismo el
instante en el que el páter pudiese dar con el truco del parche de la
pinchadura de la rueda de su velomotor. Pero no aligeraba en su compostura. Áurea Castrejón Brindis entró en su
casa e irrumpió en el balcón de modo casi instintivo, alcanzando a advertir con
todo lujo de pormenores cómo la ringlera seguía en punto muerto en lo más
recóndito de la hoya, entre lagartijas de rabo cortado y alacranes que se escondían
bajo los pedruscos huyendo de la bulla. Doña Elvira estaba en el corrillo de
las correveidiles de la peineta y el rosario, con la vela de cera en una mano y
el aventador en la otra, batiéndolo con desaire de un lado para el otro. Los
hombres se volvieron a marchar hasta el parapeto encalado a fumar otro cigarro
de ideales y a exonerar las zambombas. El calor era chinche, Áurea Castrejón Brindis,
hembra de tronío, ordenó a Miguelito Laredo, alias Camagüey, que bajase una
alcarraza con agua fresca para que los fumadores pudiesen proyectar con tino un
buchito al baúl de las tripas. Áurea Castrejón Brindis hacía obras de
misericordia a su manera y daba de beber al sediento, que es labor de caridad.
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