No hay nada más triste que ser cronista oficial de una aldea
entre el macizo del Tremedal y la
Carbonera, o sea, en plena sierra de Albarracín, donde nunca
pasaba nada salvo el tremendo frío invernal. Sólo quedaba en el recuerdo de su
historia los Banu Razin, aquella
familia bereber que en el siglo X levantó su propio reino tras desmembrarse el Califato de Córdoba. Por aquellos
parajes discurre el río Guadalaviar que cambia su nombre por el de Turia a
medida que avanza y aumenta su caudal en dirección a Valencia. Porfirio Violadé Calomadre se había
jubilado de maestro nacional al cumplir los setenta años de edad y había sido
nombrado cronista oficial en un pleno municipal donde, además, se le acreditaba
como hijo adoptivo. La corporación tuvo serias dudas a la hora de
tomar tan importante decisión. La mitad de los ediles votaron a favor de don
Porfirio. La otra mitad menos uno de ellos, que se abstuvo y que tenía fama de raro,
se inclinaban a favor de Isaías
Clerencia Patufet, jefe de estación, presidente del jurado de los últimos
Juegos Florales, experto jugador de tute habanero y cursillista de Cristiandad.
Pero finalmente salió elegido don Porfirio, al que le adornaban esclarecidas
virtudes, sabía solfeo y era el autor del Himno
a san Maglorio, santo patrono cuya onomástica se celebraba cada 24 de
octubre, y sobre el que Juan A. Lasierra,
al que tal nombre de santo le llamaba la atención, dejó escrito en Heraldo de Aragón que “fue un santo
bretón, obispo y abad, hombre de profunda cultura, amante de la naturaleza, que
conocía el griego, estaba familiarizado con Horacio y Ovidio y tenía
por libros de cabecera la Biblia y Virgilio”. Pero Virgilio no era un
libro de cabecera sino el nombre de un poeta latino autor de las Bucólicas, de tradición pastoril y con
temas inspirados de los Idilios de Teócrito. Y don Porfirio, que
necesitaba incluir algo en su libreta de crónicas y que nada digno de mención
podía destacar de aquella aldea, decidió escribir algo sobre Vitoria, ya que él
era vitoriano de nación. Untó la plumilla en el tintero y comenzó de esta
guisa: “Parece que Leovigildo formó
un núcleo urbano que se llamó Victoriano…”, etcétera. Cuando cerró la tapa de
su libreta se quedó pensativo. Un tren de mercancías silbó antes de entrar en
agujas. En el andén le esperaba banderín en mano don Isaías Clerencia, que
aquella semana lucía bajo el uniforme de ferroviario el hábito de Nuestro Padre Jesús, que consistía en una camisa morada con cordón
amarillo a modo de fiador que terminaba en borlas. Las promesas penitenciales
había que cumplirlas aunque fuese una costumbre en desuso.
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