Difícil le resulta hoy al cronista poder
recordar, después de haber transcurrido medio siglo, el nombre del santo alzado
sobre la peana. Le sorprendió, eso sí lo recuerda, que el cura de aquel pueblo
perdiera las buenas composturas y se arremangase los ropones rituales en medio
del barranco. Cuando consolidó el
carricoche con un guijarro de la seca hoya se dispuso a arreglar la punzada de
la aliaga, o de la tachuela, o de uno de los clavos de Cristo, en una de las ruedas de su velomotor, rodeado de tomillos y marianillas a las que los vecinos
conocían como cardos borriqueros. También, entre alacranes y zarandillas de
rabo cortado. En aquella reseca rambla todos los reptiles tenían las pencas
cercenadas. Siempre les volvían a crecer aunque más cortas, como sucedía con
los esquejes de los geranios que Áurea
Castrejón Brindis lucía en ventanas y
balcones. A Áurea Castrejón Brindis le subyugaban los tiestos con
geranios, clavelinas y buganvillas, la pintura a la aguada y saltar de la cama
con el aviso de la diana floreada de su
presumido gallo Timoteo. Un
poco de luz puede disipar mucha oscuridad en el instante en que más huecas estaban
las cárdenas campanillas de los dondiegos de noche, que retoñaban casi
espontáneamente en la trasera de su vivienda, junto al banco improvisado con
dos traviesas de la vía férrea durmientes sobre sendas pilas de adobes. Ahí solía sentarse Áurea para leer poesía,
para hacer ganchillo o para echar un
vistazo a los cerezos en flor, cuando los cerezos tenían flor, que siempre los
cerezos no tenían flor, ni los bergamotos ni los manzanos de baja alzada que
producían la espédrega de Agramunt,
una variedad de poma carmesí de agradable paladar y bastante agradecida cuando
permanece varios días en el frutero; cosa contraria a lo que sobrevenía con la
manzana reineta, que se arrugaba
pronto y sólo servía para hacer compota, o para lanzarla de sobaquillo a la
albarda gallinera, que lo devoraba todo por propio instinto. El cronista
recuerda a pesar de los años transcurridos que allí seguía el clérigo tirado
como un andrajo, sin poder correr las estaciones ni andar novenas ni aspergear
ni cantar el Pange lingua ni el Tántum ergo, entre una pareja de
monaguillos de jornada. Permanecía derribado boca arriba como un odre, sobre el
cobertor que le había bajado al barranco una vecina del pueblo, en un inútil esfuerzo
por evitar en lo posible que éste no se manchase la ropa talar, o sea, la
sotana; ni tampoco los paramentos de culto; es decir, el manípulo, el amito, el
alba, el roquete, la casulla, la
estola, el cíngulo, la capa pluvial y
puede que más prendas de uso común en un oficio en el que sólo se prescindía
del casco protector y de las botas con suela y puntera de acero, como llevan en
su sitio los chatarreros y los encofradores. El Libro del Martirologio, el bonete, el escapulario y el incensario se los había traspasado el
cura provisionalmente al sobrestante y concejal de Cultura Pedro Cedrés, que tenía un rabo de hijos pequeños y auxiliaba en la
catequesis en la medida de sus fuerzas los domingos por la tarde.
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