Sobre Pedro
Cedrés, sobrestante de la Renfe y vendedor al detall, contaban los que lo sabían que estuvo
platónicamente enamorado de doña Elvira.
Alguna que otra tarde se acercaba hasta el Café
Suspiros de España por atún y ver al duque; o sea, a tomar unas cañas de
cerveza y, si se terciaba, para hallar la forma de entrecruzar con doña Elvira
una ojeada furtiva, o para ponerle al día sobre los avances en el esquema de su
botafumeiro. Uno de aquellos días, Pedro Cedrés le contó a doña Elvira una
historia sobre san Valentín y el
azafrán. Doña Elvira le escuchó como quien ve llover, es decir, sin prestarle
la menor atención. En el Café Suspiros de España siempre había
mucho trabajo y no se podía perder el tiempo atendiendo simplezas sobre
braserillos, o sobre incensarios. Doña Elvira no tenía ni idea sobre para qué
podía servir un botafumeiro, o un incensario enorme, que las hechuras eran lo
de menos. Tal pericote de sacristía le resultaba servil, cansino, fatuo y
meapilas. Se contaba que una mañana san Valentín languidecía en prisión y que
un carcelero le llevó a su hija Julia
para que éste la curase. Valentín le aplicó un ungüento y le pidió que volviese
otro día para continuar con el tratamiento. Pasaron varias jornadas y la niña
no mejoraba. Valentín, antes de ser ejecutado, le escribió una carta. Cuando el
carcelero regresó a su casa fue saludado por su hija enferma. Ella abrió el
sobre que le enviaba el ejecutado y descubrió una flor de azafrán en su
interior. Al derramarse el polvillo de los pistilos en la palma de su mano la
chica recobró la vista. --Yo digo, la generosidad con que David perdonó a Saúl es ejemplo de compasión y misericordia divinas, y tú contestas
obí, obá, cada día yo te quiero más, obí, obá, obí obá con humildad, sin
desafinar y sin que parezca que estás hecho a manías. Piensa que las palabras
de esas harpías de olor bravo, peineta y rosario enredado entre las manos
pueden llevar más veneno en su saliva que las culebras que asoman por la
grietas del barranco y electricidad estática en los refajos y en la cera de las
velas. Cuando las cosas se tuercen es mejor no hacer aspavientos ni pretender
dar trallazos a los lagartos de rabo cortado. No trae cuenta--. Pedro Cedrés, ferroviario y tendero, leía por
aquellos días el epítome Vibraciones de mi alma, de Pascual Navarro Pérez, un compendio de ripios de consuelo para
almas atribuladas, para contenerlas en su deseo de venganza y perdonar las
ofensas. Estaba prologado por el catedrático Manuel Sancho Izquierdo y dedicado al cardenal primado Enrique Reig, nihil obstat de Valentinus
Hernández, con una rúbrica, y el imprimatur, de Rigobertus, Archiepiscopus Cesaraugustanus, con
rúbrica y sello arzobispal de Rigobertus, o Rigoberto, que es nombre de origen
germánico y significa el resplandor del príncipe, con onomástica el 4 de enero. A san Rigoberto, su ahijado Carlos
Martel le quitó el Arzobispado de Reims y le obligó a
retirarse a la Gascuña
hasta su fallecimiento. El santo sarasa, cuyo nombre desconoce este cronista,
inmovilizado sobre el barranco, tal vez pudiera ser san Rigoberto. Verbigracia,
como Rigoberto Doménech, aquel
arzobispo que medía poco más del metro de alzada, que vio con buenos ojos la
ocupación represora de los sublevados, con Cabanellas
a la cabeza, en la Zaragoza
de mediados de julio de 1936, y que llegó
a expresar sin empacho que “la
violencia no se hace en servicio de la anarquía sino lícitamente en beneficio
del orden, la Patria
y la Religión”
el 10 de agosto, festividad de san Lorenzo, cuando hisopaba el
sanatorio de la Cruz Roja.
El cronista entiendía entonces, y entiende ahora, que la violencia nunca era
lícita y que los tipos que nunca hacían nada de fuste, pero que hablaban de
orden, Patria y Religión en las homilías, solían ser vengativos y se amoldaban
por dónde soplaba el viento apegados a la costumbre de sembrar dolor, y que de
nada servía meterles una vara de avellano por el ojo del culo por ver de
domeñarles los impulsos fascistas.
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