Hay
unas dolencias que son más ingratas que otras. Unas, las que no tienen perdón,
las que son ramal directo de la carencia de aliño particular, como la de ser
acribillado por las ladillas. Otras, las perdonables, las de falta de
precaución, como las purgaciones de garabatillo, que siempre lograron sortearse con la usanza de la goma
profiláctica, o condón, que también lo llamaban así. El cronista, intentando
ser escrupuloso con la veracidad considera pasado el tiempo suficiente como
para tamizar recuerdos, que aquel santo de mierda y con cara de sarasa
estreñido no ayudó lo suficiente en procurar aguaceros ni a que los vecinos de
aquel pueblo curasen de la envidia, ese deletéreo padecimiento diestro en hacer
verdear los carrillos y la catadura de quienes lo padecen. Aquella figura de escayola laqueada se le
antojó al cronista como la mezquina talla de un santón misterioso e
indocumentado, incapaz de asumir medio sopapo, sin que no por ello fuese menos
importante a los fanales de la
Iglesia y a los quinqués del Obispo de Roma. Bien pudo tratarse de san Ulfrido, obispo al que martirizaron nada menos que en Suecia
por haber roto una estatua del dios Thor,
o de san Fidel de Sigmaringer, que
cambió la toga por el hábito de capuchino hasta convertirse en mártir por los
calvinistas. Al padre de Áurea Castrejón
Brindis le dieron matarile los fascistas en una barranquera pasado el
puerto de la Bigornia. A
Carlos Lizondo le agujerearon los
falangistas en Zaragoza. Carlos Lizondo era tenor. Delante del pelotón no se
arrugó. Para Lizondo, aquella colocación a la intemperie junto a una tapia sólo
se trataba de un simple cambio de escenario de amor y muerte. El martirio,
también la ejecución por ideas, sólo produce un estado de catarsis como
consecuencia de un derrame de adrenalina. Las balas disparadas no llegan a
causar dolor si se acierta en puntos vitales. Carlos Lizondo, en aquel trance,
comenzó a cantar el Adiós a la vida, de Tosca, que era como el
gorjeo del gorrión que se había quedado ciego. No se deben romper las estatuas
de los dioses ni las peanas con las cabalgaduras de los generales. Los
militares correosos siempre quedan fosilizados sobre un caballo de casta, como
el Cid Campeador en el Espolón de
Burgos, Espartero en Logroño, o Franco, ese hombrecillo castrón con
aliento de comida de rancho garbancero en la Academia General
Militar de Zaragoza. Aquel hombrecillo
laureado y capón calzó botas de montura con alzas, espuelas brillantes y chapiri cuartelero de borla caída sobre
la frente para encaramarse, como el santo a la peana, al Rolls que le
había regalado Hitler para no ser
menos que Pavía entrando en el
Congreso. Al malnacido milico se le acabaría dando culto de behetría. Cuentan
sus biógrafos que fue coqueto, que tuvo la voz de niño de primera comunión y
que apostó invariablemente desde la distancia a caballo ganador, con escuetos
telegramas destinados a Mola antes
de la muerte de Calvo Sotelo, donde
puso en un lacónico telegrama eso de “geografía poco extensa”, que en
código cifrado equivalía a “Franco no va”, y lindezas parecidas. Luego
fue, se vino arriba y la montó parda. Escribió León Felipe:
No me contéis más cuentos,
que
vengo de muy lejos
y sé todos los cuentos.
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