Madre e hija regresaron al pueblo con esplín
de mala luna. Tampoco les ayudó mucho el santico de mierda, cuyo nombre no
recuerda el cronista. Tal vez fuese san
Veremundo, o san Filemón, que
ambos caben en las hornacinas de los altares y ante ellos debemos santiguarnos,
hacerles novenarios, acudir a vísperas y completas y besar sus reliquias.
Aquella falta de ayuda quizás se debiese a que la madre de la niña intérprete,
o de la niña del yo-yó, no practicó el culto de dulía con la devoción
necesaria, que todos debemos reconocer que padecemos ruina espiritual, que
somos de media tijera para lo metafísico, que caminamos a la briba y que
tenemos más faltas que un juego de pelota. En aquella procesión frenada en el
barranco, ninguno de los presentes sufrió de agorafobia ni de tabardillo. Todos
ejercieron de alza puertas, unos orinando en la tapia encalada, otras
abanicándose entre lagartijas de rabo cortado aunque con rendibú para lo
sagrado. Mas tarde se rompió el racor para soplar la rueda del velomotor y se
salió bastante aire, cuando un monaguillo pretendió meterle más presión a la
rueda. Lo había ordenado el cura. Algunas beatas encerrizadas, aprovechando el
apaño de la nueva avería, dieron otra batida con el cepillo de las limosnas por
si se topaban con alguien desparramando el pensamiento. --Yo
digo: de la boca del prudente sale la miel, aleluya, la dulzura de la miel está
debajo de la lengua, aleluya, panal que destila por sus labios, aleluya,
aleluya. Y tú me respondes, obí, obá y todo eso, evitando cualquier atisbo de
cachondeo, que ya puedes comprobar cómo anda el patio.-- Para Cristo,
el modelo supremo de conducta es el Padre,
con su amor infinitamente compasivo y generoso. Los santos son intercesores. Unos,
los mártires, entregaron valientemente su vida; otros, los confesores, se
prodigaron con una vida de misericordia. Aquel santo, cuyo nombre no recuerda
el cronista, el del templete rodante, también habría participado en vida de la
santidad de Dios, no cabe duda. Pero dispensarán que ahora este cronista no dé
en el cuento con su verdadero nombre y que tampoco lo tenga en la punta de la
lengua, como desearía. Lo fácil sería poder desnaturalizar la verdad y expresar
por escrito que aquel santo se llamaba san Manasés,
o Santimamiñe, que dispone de cuevas
rupestres en el monte Ereño, o san
Nicetas, autor del Te Deum
laudamus. Pero sería una falta de rigor imperdonable que este cronista no
está dispuesto a asumir.
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