sábado, 25 de febrero de 2017

Se rompió el racor de tanto usarlo




Madre e hija regresaron al pueblo con esplín de mala luna. Tampoco les ayudó mucho el santico de mierda, cuyo nombre no recuerda el cronista. Tal vez fuese san Veremundo, o san Filemón, que ambos caben en las hornacinas de los altares y ante ellos debemos santiguarnos, hacerles novenarios, acudir a vísperas y completas y besar sus reliquias. Aquella falta de ayuda quizás se debiese a que la madre de la niña intérprete, o de la niña del yo-yó, no practicó el culto de dulía con la devoción necesaria, que todos debemos reconocer que padecemos ruina espiritual, que somos de media tijera para lo metafísico, que caminamos a la briba y que tenemos más faltas que un juego de pelota. En aquella procesión frenada en el barranco, ninguno de los presentes sufrió de agorafobia ni de tabardillo. Todos ejercieron de alza puertas, unos orinando en la tapia encalada, otras abanicándose entre lagartijas de rabo cortado aunque con rendibú para lo sagrado. Mas tarde se rompió el racor para soplar la rueda del velomotor y se salió bastante aire, cuando un monaguillo pretendió meterle más presión a la rueda. Lo había ordenado el cura. Algunas beatas encerrizadas, aprovechando el apaño de la nueva avería, dieron otra batida con el cepillo de las limosnas por si se topaban con alguien desparramando el pensamiento. --Yo digo: de la boca del prudente sale la miel, aleluya, la dulzura de la miel está debajo de la lengua, aleluya, panal que destila por sus labios, aleluya, aleluya. Y tú me respondes, obí, obá y todo eso, evitando cualquier atisbo de cachondeo, que ya puedes comprobar cómo anda el patio.-- Para Cristo, el modelo supremo de conducta es el Padre, con su amor infinitamente compasivo y generoso. Los santos son intercesores. Unos, los mártires, entregaron valientemente su vida; otros, los confesores, se prodigaron con una vida de misericordia. Aquel santo, cuyo nombre no recuerda el cronista, el del templete rodante, también habría participado en vida de la santidad de Dios, no cabe duda. Pero dispensarán que ahora este cronista no dé en el cuento con su verdadero nombre y que tampoco lo tenga en la punta de la lengua, como desearía. Lo fácil sería poder desnaturalizar la verdad y expresar por escrito que aquel santo se llamaba san Manasés, o Santimamiñe, que dispone de cuevas rupestres en el monte Ereño, o san Nicetas,  autor del Te Deum laudamus. Pero sería una falta de rigor imperdonable que este cronista no está dispuesto a asumir.

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