Hoy, 5 de febrero, me he acordado de la dedicatoria de Juan Ramón Jiménez en su libro Platero y yo: “A la memoria de
Aguedilla, la pobre loca de la calle del Sol que me mandaba moras y claveles”.
Pero Aguedilla también le enviaba a
Juan Ramón granadas. El capítulo 98 de su obra comienza: “¡Qué hermosa esta
granada, Platero! Me la ha mandado Aguedilla, escogida de lo mejor de su arroyo
de las Monjas. Ninguna fruta me hace pensar, como ésta, en la frescura del agua
que la nutre. Estalla de salud fresca y fuerte. ¿Vamos a comérnosla?”. En 1917 se publicó la
obra compuesta por 138 capítulos por Editorial Calleja, Madrid, cuarenta años
antes de las riadas de Valencia y de que mi padre me acompañase hasta el
Instituto de Calatayud para examinarme de ingreso en Bachillerato. Calatayud
era la ciudad adónde sólo iba de niño para que el doctor Galindo, dada mi anemia, me hiciera análisis de sangre. Aquel
día llevaba dos plumas estilográficas, por si me fallaba una de ellas a la hora
de escribir el dictado y hacer una división. Los catedráticos que me hicieron
un examen oral de Geografía de España y no sé qué otras cosas de cultura
general se me antojaron como la
Sabiduría con piernas. Temía que me suspendieran por mis
limitados conocimientos y me pusieran unas orejas de burro, como en los tebeos.
Cosas de niños. ¡Cómo pasa el tiempo! Juan Ramón pensó en ampliar su obra a 190
capítulos e incluso hacer una segunda parte, bajo el título de Otra vida
de Platero.
Menos mal que la tierna elegía se quedó así, como es. Segundas partes nunca
fueron buenas.
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