A Miguelito Laredo, alias Camagüey, le deleitaba la cocina mejicana,
que había visto comer en las películas sobre
camisas mojadas a uno de los lados de Río Bravo. Ese bodrio que
siempre comían los cuatreros que, en su huída, lograban poner los pies Ciudad
Juárez sin poder ser atrapados. Áurea
Castrejón Brindis le preparaba a Miguelito desayunos a base de huevos
rancheros con tortitas de maíz y salsa de tomate con ajo y chiles colorados. A
Miguelito Laredo, alias Camagüey, le gustaban las comidas muy picantes. Este
cronista sabe ahora, cincuenta años después, que los insectos están detrás del
picante de los chiles. Por aquellos años no lo sabía. Una sustancia que
segregan los chiles les defienden de un hongo microscópico que puede penetrar
en su piel a través de los rasguños que causan los hemípteros. También,
destruir sus semillas. A todos los guisos le echaba cayena y una pizca de tabasco
a falta de chile mulato, chile ancho, chile chipotle, todos ellos necesarios
para acompañar al cacahuete, la piña, el plátano, la canela, la almendra y el
chocolate; un chocolate muy caliente que los mejicanos se llevan al cementerio.
Los difuntos no pueden comer con los vivos, pero se beben el vapor que sale de
la tartera, como hacían los de Oxaca el Día de los Muertos, que para los mejicanos
es una fecha señalada, tan marcada como la Navidad, o puede que más aún. La cayena y el
chile no deben servir para restregar con ellos el ano de Alicia ni de nadie, ni siquiera para
hacer untos sobre las almorranas. Sólo bastaba con el uso de las ramas de
zumaque. La madre cofrade, cuya hija sacaba el yo-yó y hacía globos con la goma
de mascar, la llevó un día a Madrid con
objeto de que pudiera participar en un casting de estrellas. La
enguirnaldó con un vestido con faralá, tafetanes y pelitriques, además de unos
zapatitos de tacón con gomitas en el empeine a lo Juanita Reina, después de haberse hartado de ensayar todas las
tardes en casa de la mercera Luzmari,
que tenía piano. Porque la niña del yo-yó apuntaba maneras a capella, a la
guitarra y a instrumento de teclado, arrancándose por peteneras, soleares,
carceleras y rondeñas. Los encargados del casting madrileño le
propusieron a la chiquilla que cantase lo que le viniese en gana, siempre que
la tonadilla tuviese alegría. La niña lo consultó con su madre. Le habló algo
al oído. Más tarde comenzó a cantar con desparpajo. Pero cuando llegó a la estrofa,
“se murió Carmen Amaya y toda España lloró”, los tipos del casting
razonaron que tales cantilenas no las tenía que entonar una niña, que daba
cierta agonía verla modular con aquella zangarriana. No pasó el filtro de los
elegidos.
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