sábado, 25 de febrero de 2017

Faralá, tafetanes y pelitriques





A Miguelito Laredo, alias Camagüey, le deleitaba la cocina mejicana, que había visto comer en las películas sobre  camisas mojadas a uno de los lados de Río Bravo. Ese bodrio que siempre comían los cuatreros que, en su huída, lograban poner los pies Ciudad Juárez sin poder ser atrapados. Áurea Castrejón Brindis le preparaba a Miguelito desayunos a base de huevos rancheros con tortitas de maíz y salsa de tomate con ajo y chiles colorados. A Miguelito Laredo, alias Camagüey, le gustaban las comidas muy picantes. Este cronista sabe ahora, cincuenta años después, que los insectos están detrás del picante de los chiles. Por aquellos años no lo sabía. Una sustancia que segregan los chiles les defienden de un hongo microscópico que puede penetrar en su piel a través de los rasguños que causan los hemípteros. También, destruir sus semillas. A todos los guisos le echaba cayena y una pizca de tabasco a falta de chile mulato, chile ancho, chile chipotle, todos ellos necesarios para acompañar al cacahuete, la piña, el plátano, la canela, la almendra y el chocolate; un chocolate muy caliente que los mejicanos se llevan al cementerio. Los difuntos no pueden comer con los vivos, pero se beben el vapor que sale de la tartera, como hacían los de Oxaca el Día de los Muertos, que para los mejicanos es una fecha señalada, tan marcada como la Navidad, o puede que más aún. La cayena y el chile no deben servir para restregar con ellos el ano  de Alicia ni de nadie, ni siquiera para hacer untos sobre las almorranas. Sólo bastaba con el uso de las ramas de zumaque. La madre cofrade, cuya hija sacaba el yo-yó y hacía globos con la goma de mascar, la llevó un día a Madrid  con objeto de que pudiera participar en un casting de estrellas. La enguirnaldó con un vestido con faralá, tafetanes y pelitriques, además de unos zapatitos de tacón con gomitas en el empeine a lo Juanita Reina, después de haberse hartado de ensayar todas las tardes en casa de la mercera Luzmari, que tenía piano. Porque la niña del yo-yó apuntaba maneras a capella, a la guitarra y a instrumento de teclado, arrancándose por peteneras, soleares, carceleras y rondeñas. Los encargados del casting madrileño le propusieron a la chiquilla que cantase lo que le viniese en gana, siempre que la tonadilla tuviese alegría. La niña lo consultó con su madre. Le habló algo al oído. Más tarde comenzó a cantar con desparpajo. Pero cuando llegó a la estrofa, “se murió Carmen Amaya y toda España lloró”, los tipos del casting razonaron que tales cantilenas no las tenía que entonar una niña, que daba cierta agonía verla modular con aquella zangarriana. No pasó el filtro de los elegidos.

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