La
bella Luzmari, que se había llevado
a la procesión un librito de versos en forma de Kempis con ilustraciones
de Valeriano Domínguez Bastida,
intentó aprenderse de memoria, moviendo levemente la comisura de los labios la Rima XXXVIII, que empezaba con aquello de: “Los suspiros
son aire y van al aire,/ las lágrimas son agua y van al mar…”. Luzmari, muy
prudente, se situó a un lado del barranco para no estorbar en las tareas
de hinchar de nuevo la rueda de la peana ni a las comadres en sus ponderadas
jaculatorias. Procuraba absorber en su cabeza la vasta complejidad de unas
inefables locuciones que se disfrazaban muchas veces con la alegoría. También,
para alejar de ella la mirada concupiscente del sátiro Pedro Cedrés, sobrestante de la Renfe y
comerciante al por menor, que mataba dos pájaros de un tiro. A un mismo tiempo
le daba caña al bombín y fijaba su vista sobre los ligueros y los muslos de las
señoras cofrades que estaban cerca, cada vez que se tumbaba tripas arriba para comprobar si estaban tensados los radios
en la llanta. Pedro Cedrés gastaba hechuras de semental, sin detrimento de
otras virtudes. Era un apasionado lector de literatura pía, como la Hoja parroquial,
o El libro de oro, de Juan de la Presa.
Recuerda el cronista
que Pedro Cedrés estaba metido de lleno por aquellos días con la lectura de Vibraciones
de mi alma, ayudaba
desinteresadamente en la catequesis los domingos por la tarde, hacía esmerados
bocetos de su futuro botafumeiro, rotulaba con su fina caligrafía cajas de
bragas, sujetadores y calzoncillos de la mercería de Luzmari, y encajaba cursis
ramitas de tomillo en el ojal de la solapa de su americana. Esto último no era
una virtud como para lanzar cohetería. Lástima que poseyese aquel hálito de voyeur,
que le quitaba brillantez a sus esclarecidas virtudes. Era capaz de meter la cabeza en un horno de pan
y mantenía su apego a las promiscuidades con el onanismo de amplio
espectro. Naturalmente, todo se arreglaba mediante el posterior descargo de
conciencia en la confesión. Pero, cuando Pedro Cedrés salía de la iglesia con
las bendiciones puestas, pronto tornaba a las andadas, su inclinación natural,
como si dejara atrás la tintorería, tomara fuelle y volviera por sus fueros
para volverse a ensuciar, a sabiendas de
que el error es un manantial de constante zozobra y de que los enemigos del
alma son tres, el demonio, el mundo y la carne, por este orden. Pedro Cedrés, a
criterio de este cronista fue un
intelectual de secano. Tomó conciencia de que la inopia conllevaba pareja el
mejor motivo de medro para los ambiciosos en este mundo de abrojos, sabedor de
que, cuanto menos se conoce, más se cree; y de que, cuanto menos se comprende,
más se admira. El cura, cuyo nombre desconoce el cronista, también se percató
de ello desde que lo aprendiese en el seminario. Explotó la mina a cielo
abierto en lo más profundo de la sutura del barranco, entre tomillos, aliagas,
alacranes, y lagartijas de rabo cortado. La calle era la verdadera casa de
todos.
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