A doña Elvira, la dueña del Café Suspiros de España, se le iba la mano
con la achicoria molida y la crema de malte Buena salud en la barra. El
servicio de mesas se retiraba a un lado los domingos en la anochecida para
poder hacer cabrioleo con la orquesta Los Pilatos, de mucha animación.
--Señoritas y hombres casados gratis, solteros
diez duros, consumición aparte--, avisaba un gordinflón en la puerta. --El que
avisa no es traidor--.
El Café Suspiros de España disponía de un selecto
servicio de ambigú asistido por muchachas muy disciplinadas. Doña Elvira sólo
admitía en sus dependencias a muchachas sujetadas en corto en sus inclinaciones
más primarias.
--Esta
es una casa formal, de importante reputación--,
sentenciaba siempre doña Elvira, matrona rubia, alta, oronda y de porte
teutón.
También servía mesas y controlaba la caja. A
doña Elvira no se le caían los anillos ni se le abatían las medias brunas de
cristal si costura. Las llevaba muy atajadas mediante ligas a unos jamones
albos y duros como peladillas. Como las golosinas que proyectaba al aire el
padrino en los bautizos a los pezolagas. Las atrapaban al aire los días de
sacramento. Ese día, los escolares hacían novillos en la escuela para procurar
hacerse con una lluvia de cotufas y de perra
gordas. Más tarde se las cambiaban a sus compañeros de pupitre por cromos
del El
Coyote. Era lo que entonces
estaba de moda, aunque nunca lloviese a gusto de todos. En aquel pueblo sólo
lloviznaba dos o tres veces al año, cuando las lagartijas sin penca se
escondían debajo de los guijarros de la hendidura y en todas las oquedades del
terreno. También los alacranes. En aquel
pueblo se tenía mucha devoción al santo, el cronista desconoce su nombre, izado
aquella tarde sobre la peana, más galán que Mingo, acorralado con blondas almidonadas y un mantón de
garabatillo que apenas le dejaba ver la catadura. Este cronista tampoco estuvo
entonces al corriente sobre si era joven, pongamos por caso como san Tarsicio, o santo Dominguito de Val, crucificado en la pared de la cocina por
herejes en Zaragoza, o san Quirico,
un niño de pecho martirizado en Asia Menor, que más menudo resulta embarazoso
encontrar en el Libro de los Santos.
O puede que fuese de edad provecta, como san
Homobono, sastre en Cremona, o san
Próspero, al que le encandilaba entregarse a la hipocondría. --Yo
digo, el que intentó destruir el asiento inconmovible de la sociedad humana,
constituido por el atributo de natural sociabilidad del hombre, fue Rousseau, con su Pacto social; y
tú contestas: obí, obá, etcétera, pero sin darte miaja de pote, no vaya a ser
que la liemos--. A Miguelito Laredo, alias Camagüey, también le ponía cachondo
doña Elvira. La observaba en la distancia corta, mientras se tomaba un bourbon
con hielo en la barra del ambigú los domingos por la tarde. Sólo Miguelito
Laredo bebía bourbon en aquel pueblo. Doña Elvira tenía siempre a mano una botella de Four
roses. Cuando Miguelito Laredo se echaba un largo trago, sacaba un papel
del bolsillo y lo leía muy despacio a fin de aprenderse la letra. Camagüey
hacía siempre el playback del corrido ¡Ay, Jalisco no te rajes!
Se elevaba en un provisional escenario de chicas anchuras poco antes de
concluir la sesión de cabrioleo, con la aquiescencia de doña Elvira, que la
tenía concedida de antemano.
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