lunes, 20 de febrero de 2017

Jamones albos y duros como peladillas




A doña Elvira, la dueña del Café Suspiros de España, se le iba la mano con la achicoria molida y la crema de malte Buena salud en la barra. El servicio de mesas se retiraba a un lado los domingos en la anochecida para poder hacer cabrioleo con la orquesta Los Pilatos, de mucha animación.
--Señoritas y hombres casados gratis, solteros diez duros, consumición aparte--, avisaba un gordinflón en la puerta. --El que avisa no es traidor--.
El Café Suspiros de España disponía de un selecto servicio de ambigú asistido por muchachas muy disciplinadas. Doña Elvira sólo admitía en sus dependencias a muchachas sujetadas en corto en sus inclinaciones más primarias.
--Esta es una casa formal, de importante reputación--,  sentenciaba siempre doña Elvira, matrona rubia, alta, oronda y de porte teutón.
También servía mesas y controlaba la caja. A doña Elvira no se le caían los anillos ni se le abatían las medias brunas de cristal si costura. Las llevaba muy atajadas mediante ligas a unos jamones albos y duros como peladillas. Como las golosinas que proyectaba al aire el padrino en los bautizos a los pezolagas. Las atrapaban al aire los días de sacramento. Ese día, los escolares hacían novillos en la escuela para procurar hacerse con una lluvia de cotufas y de perra gordas. Más tarde se las cambiaban a sus compañeros de pupitre por cromos del  El Coyote. Era lo que entonces estaba de moda, aunque nunca lloviese a gusto de todos. En aquel pueblo sólo lloviznaba dos o tres veces al año, cuando las lagartijas sin penca se escondían debajo de los guijarros de la hendidura y en todas las oquedades del terreno.  También los alacranes. En aquel pueblo se tenía mucha devoción al santo, el cronista desconoce su nombre, izado aquella tarde sobre la peana, más galán que Mingo, acorralado con blondas almidonadas y un mantón de garabatillo que apenas le dejaba ver la catadura. Este cronista tampoco estuvo entonces al corriente sobre si era joven, pongamos por caso como san Tarsicio, o santo Dominguito de Val, crucificado en la pared de la cocina por herejes en Zaragoza, o san Quirico, un niño de pecho martirizado en Asia Menor, que más menudo resulta embarazoso encontrar en el Libro de los Santos. O puede que fuese de edad provecta, como san Homobono, sastre en Cremona, o san Próspero, al que le encandilaba entregarse a la hipocondría. --Yo digo, el que intentó destruir el asiento inconmovible de la sociedad humana, constituido por el atributo de natural sociabilidad del hombre, fue Rousseau, con su Pacto social; y tú contestas: obí, obá, etcétera, pero sin darte miaja de pote, no vaya a ser que la liemos--. A Miguelito Laredo, alias Camagüey, también le ponía cachondo doña Elvira. La observaba en la distancia corta, mientras se tomaba un bourbon con hielo en la barra del ambigú los domingos por la tarde. Sólo Miguelito Laredo bebía bourbon en aquel pueblo. Doña Elvira  tenía siempre a mano una botella de Four roses. Cuando Miguelito Laredo se echaba un largo trago, sacaba un papel del bolsillo y lo leía muy despacio a fin de aprenderse la letra. Camagüey hacía siempre el playback del corrido ¡Ay, Jalisco no te rajes! Se elevaba en un provisional escenario de chicas anchuras poco antes de concluir la sesión de cabrioleo, con la aquiescencia de doña Elvira, que la tenía concedida de antemano.

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