A Desiderio Carcagent
le gustaba circular en bicicleta paralelo al balasto de la vía férrea. Decía
que así adelantaba mucho para ir a los sitios. Era consciente de que los constructores del ferrocarril MZA prefirieron las curvas que los repechos,
aunque los trayectos fuesen más largos. Lo había leído en la tesis doctoral del
geógrafo Alfonso Escudero Amor,
titulada “El sistema de transporte de
mercancías por ferrocarril como factor estratégico para el desarrollo
sostenible del territorio”. A Desiderio le habían contado que en ocasiones
se encontraban carteras que los ladrones robaban a los viajeros y que, tras
quitarles el dinero, las arrojaban por la ventanilla de retrete. Pero Desiderio
Carcagent nunca se había encontrado cartera alguna durante sus recorridos,
aunque no perdía la esperanza. Yo no sabía para qué la querría si no
portaba dinero en su interior. Si acaso, un carné de identidad, una estampita
del beato Valentín de Berrio-Ochoa,
o de una antigua novia, o el ticket de una compra en Almacenes
Sepu. Nada de valor. Desiderio Carcagent era conocedor de los kilómetros
recorridos por los mojones existentes en el trayecto, y necesitaba tener buen
pulso con el manillar cada vez que circulaba sobre las chapas de los puentes de
hierro. Debajo se divisaba el río Jalón o un barranco seco. Alguna vez a punto
estuvo de pillar con la rueda delantera un fardacho que permanecía inmóvil
tomando el sol. Pero con su presencia, rápidamente huía para esconderse en la yesca o en unos
abrojos. A Desiderio le contaron que en Extremadura se vendía en los mercados
de abastos lagartos ocelados para ser cocinados y que por esa causa a punto
estuvieron de extinguirse. Solían hacerse a la parrilla. Pero también se
comían, según dejó escrito Miguel Delibes,
los roedores de arroyo en Castilla y las ratas de agua en Zamora, que se
cocinaban con arroz. En Aragón a las ratas de agua les decían topos, cuando no
eran topos sino ratas de rabo corto; pero, dicho así, los comensales perdían el
asco. Y en el País Vasco gustaba la leche tibia azucarada, a la que se añadían
pedazos de pan y trozos pequeños de bacalao. A veces, Desiderio y yo nos encontrábamos
por algún descampado cerca de las desaparecidas cuadras de Antón Esteras, a tiro de piedra de las primeras casas de Calatayud.
Desiderio se apeaba de su bici y charlábamos un rato a la sombra de un árbol.
Desiderio era culto y tenía conversación. Todo hombre debe esforzarse en vivir
con dignidad y aprender a sacarle gusto a la monotonía. Pedalear ayudaba.
--Oiga, José Ramón,
¿usted cree que constituye pecado comer fardachos en viernes de Cuaresma?
-- Ahí ya no llego.
Desiderio, ante la duda, consideraba que sería mejor
dejarlos en salmuera hasta el Domingo de Resurrección, cuando a los altares de
las iglesias les quitaban los velos del color de la violeta de genciana. Así se
evitaban remordimientos de conciencia. No traía cuenta que san Pedro pudiese atizarle en la aduana celeste con la hebilla de
su cinto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario