El
cronista es conocedor de que a Áurea
Castrejón Brindis le enorgullecía hacer tareas de sensibilidad y consiguió
del alcalde que cambiara el nombre de las siete calles del pueblo. También
confortaba a Miguelito Laredo, alias
Camagüey, algo falto de cariño y
protección según aseveraba cada vez que le rozaba sus partes pudendas y le
hacía el francés. A Miguelito Laredo, alias Camagüey le relamía el deleite cuando Áurea Castrejón
Brindis le practicaba el francés, la lluvia dorada y el beso negro a la manera
en la que se concebía en Colombia; o sea, a las mil maravillas. Miguelito
Laredo, alias Camagüey, siempre fue agradecido y supo corresponder en la mesura
de sus frenesíes. A Áurea Castrejón Brindis le tenían pelusa los del pueblo. La gente de los
lugares pequeños era resentida y quisquillosa con quienes arrollaban, disponían
de patrimonio e intervenían para cambiar los nombres de las calles. Aquel
pueblo tenía entonces, no sé ahora, siete calles, un barranco y dos plazas. A
más de uno le dieron el paseo durante la Guerra Civil por
envidia, o por no oír misa los domingos y fiestas de guardar. A Áurea Castrejón
Brindis la motejaron como Piojoverde
por haber salido de España a tiempo cuando el hambre hacía devastaciones
incluso entre los campesinos en años duros y cuando la Comisaría de Abastos
fiscalizaba los bienes de consumo para impedir el estraperlo. Áurea Castrejón
Brindis no dispuso jamás de tierras, ganado ni de casa propia, a su padre le
fusilaron los fascistas en una hondonada próxima a Torrelapaja al poco de
comenzar la contienda. Áurea Castrejón Brindis se marchó con lo puesto hasta
Valencia para servir en casa de una tía paterna poco antes de que las tropas de
Franco tomasen Vinaroz. Abordó el
vapor Guadalupe rumbo a América y se libró de males que acabaron con
familias enteras. También de una plaga apocalíptica que visitó en calidad de okupa
las viviendas de los agobiados españoles a partir de 1940, el terrible
tifus exantemático, transmitido por el sin papeles piojo verde. Áurea
llegó a Medellín dispuesta a trabajar en un drugstore, a los que por esos
pagos se les conocía como almacenes de coloniales. Se llamaba La Negrita Alegre, regentado durante muchos
años por doña Rosa Fresneda Nebot,
nieta de un español de Figueras. Además de ello, gestionó con oficio otro negocio no menos rentable que el
anterior en el cogollo de Medellín. Se trataba de una casa de lenocinio rellena con un pelotón
de muchachas en edad de merecer de las más variadas nacionalidades. Áurea
Castrejón Brindis se convirtió en encargada porque doña Rosa Fresneda Nebot
estaba achacosa y necesitaba la colaboración de persona de buen aspecto y que
no le hiciese fullerías en las cuentas. En aquel pueblo de piojos resucitados,
donde las lagartijas carecían de rabo y los alacranes se protegían bajo las
piedras calizas del barranco, la motejaron como Piojoverde por envidia pese a
haber estado exenta de tan triste padecimiento. La gente de aquellos pueblos no
era mala, pero tampoco era buena. Motejaba al que se le cruza en el camino
sólo por hacerle de menos y darle por retambufa.
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