La fiesta de san
Valentín fue una manera de contrarrestar por parte del cristianismo en el
siglo V la fiesta de la licencia sexual en honor de la diosa Juno Februata, dentro de las llamadas Lupercales de la Antigua Roma.
Sustituir el nombre de jovencitas (extraídos de una caja por jóvenes para que éstos quedasen unidos
sexualmente a ellas) por el de santos se me antoja como algo que carece de
rigor. Esas cuestiones pueden entenderse de forma clara con la lectura de Eros romano: sexo y moral en la Antigua Roma, de Jean-Noël Robert. Otro autor, Jon Juaristi entiende, en su libro El bosque originario, que “las Lupercales podrían incluir ritos orgiásticos como la
prostitución propiciatoria de las pastoras”. Fue el papa Gelasio I el que contrarrestó esa
costumbre pagana. Pero con la reforma del Martirologio
romano oficial (con el motu propio “Paschalis Mysterii” de Paulo VI) se eliminó la fiesta de san Valentín en el calendario mediante
un decreto de la Santa Congregación de Ritos de fecha 21 de marzo de 1969 que
entró en vigor con fecha 1 de enero de 1970, donde también fueron eliminados san
Crispín, san Cristóbal, santa Bárbara, santa Úrsula, santa Filomena; y así, hasta treinta
santos, al considerar esa Congregación
“que su fama no era universal”. Con ese criterio, sólo ciento cuarenta y tres
santos, sin contar a san José y a los apóstoles, figuran en total en el
nuevo calendario litúrgico.
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