domingo, 19 de febrero de 2017

Tal vez san Agatángelo





Pedro Cedrés, sobrestante de diáfana piedad, bregaba con escrupulosidad con el capote de las potencias del cuerpo, la memoria, el entendimiento y la voluntad; y con la muleta de los vigores del alma, la fe, la esperanza y la caridad. Desde que fuese de excursión a Santiago de Compostela y se fijara en el manejo del botafumeiro proyectó instalar otro parejo en el interior de la parroquia del pueblo por tantear el modo de atraer turistas, que siempre pasaban de largo. También, en un intento bastardo de alzarse con el santo, la peana y el nada despreciable cash-flow de Áurea Castrejón Brindis, que para lograr sus objetivos era necesario dinero. Áurea disponía de cuantioso parné venido en barco, desde que regentó en Medellín una casa de entremetimiento de muchas campanillas y trapicheó con gallofa de gran pureza.  Jamás, al menos que se sepa desde la distancia, tuvo problemas con la justicia colombiana.  Áurea Castrejón Brindis supo resolver situaciones embarazosas tras la experiencia de haber comido pan de muchas tahonas. Sabe Dios Nuestro Señor que jamás supo el cronista qué santo era el aireado en la surrealista especie de romería, el que aquella tarde acarreaban unos cofrades a remolque por pedregosos andurriales. Áurea, mordaz, comentaba que la talla en madera policromada de aquel sietemesino santo añadía considerable valor al patrimonio de la diócesis. Pero el cronista, que no entiende mucho de adoración y observancia,  se inclinaba hacia el otro bando aunque no hubiese dado matarile a curas en las curvas de las carreteras secundarias. Tampoco era versado en  algo que los estrafalarios denominan como ciencias ocultas, sino que pisaba aquel desierto con los cueros de sus medias suelas. 
 --Niño, déjame pasar.
El cronista conjetura que pudiera tratarse de la imagen de san Agatángelo, por decir algo y sin ánimo de ofender, que ya es hablar por no callar. Un fraile capuchino al que unos energúmenos ahorcaron en Etiopía. O puede que de san Bernabé,  extinto bajo una cascarrinada de piedras. O de ninguno de los dos, que este modesto cronista es juicioso y sabe que el Libro del Martirologio es anchuroso y está henchido de añagazas, verbigracia, cuando se hace referencia a uno de ellos, independientemente del género. Pongamos santa Rosa. De ninguna forma se conoce si las invocaciones que se le administran circulan por la vía de Lima, o por la vía de Viterbo, salvo que se implore a Santiago estando en Betanzos, que no hacía al caso en aquella hoya, en la que el cura ecónomo, impertérrito y desguarnecido, proseguía en ardua colocación sobre el cobertor, cercado de tomillos, aliagas y lagartijas de rabo tronzado. No está en el deseo del cronista asustar al lector. Tampoco eran dragones de Komodo, que se hallan en Indonesia, miden hasta cuatro metros y pesan quintal y medio, de piel verdosa y agrietada, no mastican sino que tragan, braman, poseen una lengua bífida amarilla y expelen un espumarajo paralizante. 
--Yo digo que la fe confirma lo que la razón por sus propias fuerzas descubre, y tú contestas: obí, obá, cada día yo te quiero más, obí, obí, obí, obá, que será, de ahora en adelante, como la purga de Benito, o el fercobre fólico, rico en hierro, que tomaban a cucharadas soperas las señoritas exangües, a fin de poder continuar el relato sin pretender tomar partido”. ¿Oído?
-- Oído, como guste el cronista que sea menester.

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